Un cuento para cada día    Alhaurín de la Torre, 1 de enero de 2003


Una pesada carga.

 Federico Ortega. Alhaurín de la Torre, Málaga, Andalucía,  España.   Federico@alhaurin.com

Cuando salió a las siete de la tarde de la clase particular de inglés, no pudo quedarse a charlar con sus compañeros, como le habría gustado. Debía apresurarse para llegar a tiempo al partido de tenis que disputaba tres veces por semana, por la tarde-noche, con luz artificial. Se echó la bolsa con las cosas del tenis a la espalda, cogió la bici y se despidió de sus amigos. Miró a Mónica y le dijo que la llamaría para explicarle como funcionaba el programa de ordenador que le había prestado y echó a correr.

Se llamaba Pablo, tenía 15 años y vivía en una ciudad del sur. Era muy alto para su edad, guapo de cara, con el pelo castaño,  un cuerpo fuerte y atlético debido al mucho deporte que había hecho desde pequeño. Había probado de todo: fútbol, judo, footing, pero su padre había insistido en que el tenis tenía mucho futuro y como a él también le gustaba, desechó lo demás y desde hacía cinco años siempre se le veía con la bolsa de las raquetas. Había ganado ya varios torneos juveniles y sus enfrenadores decían que llegaría lejos.

Su padre, visitador médico de profesión, estaba decidido a toda costa que sus dos hijos triunfaran. No había que reparar en gastos. Desde pequeños había llevado a Pablo y Marisa a la piscina climatizada, al gimnasio, los había apuntado a campeonatos escolares, a torneos de ajedrez.... La vida estaba muy mala -decía- y había que competir desde pequeños para conseguir un gran porvenir. Los niños aceptaban de buen grado todo este trasiego y eran de los primeros en sus respectivas clases de un colegio privado, pero había que ir más allá, tenían que ser el número uno en todo.

Pablo jugó aquella tarde el partido y perdió por un tanteo 6-4 y 6-4 con un rival al que siempre había ganado fácilmente. No sabía lo que le pasaba. Tenía asimilado su papel de campeón y no soportaba perder, pero aquella derrota no le dolió como otras veces, saludó a su rival con deportividad y se fueron juntos a la ducha. Cuando salieron eran ya las nueve y todavía tenía que cenar, hacer unos ejercicios de matemáticas y llamar a Mónica. El recuerdo de su compañera de clase turbó su mente, no sabía qué le pasaba con ella.

Cuando Pablo enfiló la bici hacia su casa sintió una congoja y un pesar que nuca antes había experimentado. Parecía como si le faltaran las fuerzas en las piernas y los pedales de su mountang-bici se hubieran endurecido de pronto. Sintió unas ganas enormes de estar ya en su cuarto, poner un juego en el ordenador y olvidarse de todo. Pero no podía. Tenía que llamar a Mónica, cenar con su familia y hacer los deberes. De ver la tele nada, su padre se lo tenía prohibido durante la semana. Acordarse de telefonear a Mónica le animó para terminar la cuesta. Cuando llegó a su casa ya estaban punto de sentarse a la cena.

- Hola mamá, dijo soltando sus cosas.

- Venga Pablo, vamos a cenar.

- Qué tal el partido, le saludó su padre.

- Regular, me ha ganado.

- Pero si tú le puedes a Luis sólo con la izquierda.

- Ya ..... dijo Pablo a modo de disculpa.

    Las noticias del telediario cortaron por un momento la conversación.

- Lo siento mamá, no tengo ganas de cenar, cojo un plátano y me lo como en mi habitación.

Los padres lo miraron extrañados y le dejaron hacer. Subió las escaleras, se metió en su cuarto cerrando la puerta y se tumbó en la cama. Estaba triste, no sabía qué tenía. La claridad de la lámpara le molestaba y apagó la luz. Le pareció que se hundía poco a poco en la cama, como si cayera en el vacío sin poder parar. Entonces rompió a llorar. Estuvo un buen rato llorando en silencio, no sabía por qué lloraba, pero no podía parar.
Antes de ahora había llorado como todos los niños, por peleas entre compañeros, por perder algún partido, cuando las notas no eran especialmente brillantes y su padre le recriminaba con aquella mirada y con el silencio de varios días, pero nunca lloró como ahora, con ese desconsuelo y sin saber el motivo.

Al rato subió su madre con un vaso de leche y lo encontró dormido. Le quitó los tenis, le desabrochó los pantalones y lo arropó. Durmió profundamente de un tirón y se despertó muy temprano de madrugada. Recordó de pronto que no había hecho los deberes y sintió el impulso de levantarse, pero no pudo. Se quitó los vaqueros que le molestaban y volvió a taparse hasta la cabeza. En seguida se durmió y tuvo un sueno. Estaba con dos compañeros de clase y con Mónica en el parque de la ciudad tomándose un helado. Serían la once de una mañana soleada y los cuatro habían hecho novillos en el colegio. Un sueño normal para un chico adolescente, pero era tan dulce Ia situación, estaba el parque tan luminoso, no sabía qué tenía aquel sueño, pero sí que lo recordaría siempre como el más agradable de su vida.

Cuando sonó el despertador a las siete se levantó como todos los días, se aseó y bajó a desayunar.

- ¿Estas mejor, hijo? le preguntó su madre.

- Si mamá, es que estaba muy cansado.

- Muy cansado, si, si, que no te gustaban las cocretas, dijo su hermana con guasa.

- ¿Y papá? preguntó Pablo.

- Se ha tenido que ir antes para llevar el coche al taller, comentó la madre, pero me ha dicho que sea la última vez que haces esto.

- Pero si es que estaba muy cansado.

- Bueno, ya conoces a tu padre.

Cuando salieron los dos hermanos para coger el autobús escolar, Pablo pensó que era otra persona distinta esa mañana, recordó su sueño, la tristeza y el llanto de la noche anterior y se dijo que su vida había cambiado, que habría un antes y un después de esa noche. Otra vez le invadió la tristeza, no saludó a nadie en el autobús, se sentó al final y se puso a mirar por los cristales. De pronto se dió cuenta de lo que le pasaba. Estaba harto. Harto de todo. Harto de obedecer siempre a su padre, harto de sacar las mejores notas para su padre, harto del tenis, del inglés, de sus amigos empollones, harto de los curas del colegio, de hacer siempre todo sin protestar, de hacer cada vez más y más cosas sin tener tiempo para él.

El autobús llegó al colegio y todos fueron bajando. El salió el último y como un autómata echó a andar por la acera, sin mirar atrás, oyó voces que lo llamaban pero él siguió andando, no sabía donde iba. Al pasar por un contenedor de basura arrojó instintivamente la pesada mochila con los libros, se metió las manos en los bolsillos y siguió andando. Recordó el sueño y encaminó sus pasos hacia el parque. Estaba solitario a esas horas. Todavía no le daba el sol de lleno. Vio el banco que aparecía en el sueño y se llegó hasta él. Miró a todos lados como si fuera culpable de algo y se sentó.

Permaneció en el banco más de una hora. Repasó su vida, sus muchas obligaciones, el deseo de haber sido un niño normal, de haber jugado como los otros niños, pero se veía atrapado. Nunca dijo no a nada. Apenas había ido con sus amigos a jugar a los billares, a holgazanear por las calles. Siempre con sus apuntes, sus clases particulares, el deporte. Nunca jugó partidos de fútbol con una pelota de trapo o una lata por medio de las calles, como veía a otros niños. ¿Y las vacaciones? Odiaba los campamentos de verano. Aquellas marchas a ver quien llegaba el primero. Aquellos discursos sobre prepararse para el mañana. Las visitas de monumentos y museos. Mientras los demás niños estaban bañándose en las playas y los ríos, buscando nidos, haciendo travesuras.

Se aguantó las ganas de llorar otra vez, se levantó, se palpó los bolsillos y encontró 500 Ptas. Le hubiera gustado comerse un helado como en el sueño, pero no había por allí ningún carrito. Se dirigió al kiosco y compró un paquete de tabaco y una caja de cerillas. Encendió torpemente un cigarrillo y se atragantó con la tos.

- No importa, se dijo en voz alta, desde ahora seré un chico normal, ni que me lo diga mi padre ni que lo diga el padre marista. Ya no quiero ser el número uno, ni en tenis ni en nada. Voy a hacer las cosas que hacen todos los chavales del barrio, pese a quien le pese.

Echó a andar. A medida que caminaba se iba sintiendo mejor. Había descubierto lo que le pasaba y la solución. Tiró el cigarrillo encendido y el paquete, pasó por el contenedor y por fortuna no se habían llevado la cartera, la cogió y llegó al colegio cuando terminaba el recreo, dió la excusa que se le ocurrió y entró en clase. Todo le parecía distinto. Cuando a las dos  terminaron las clases,   acompañó a  Mónica hasta el otro autobús, se quedó mirando mientras se alejaba y pensó que la vida era agradable y que tenía mucho tiempo por delante para recuperar lo perdido.             


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