Un cuento
por semana
Alhaurín de la Torre, Málaga, Andalucía, domingo 10 de
agosto de 2003
CAPRICHOS DE DIOSA
Maria Dolores Villalbazo Nicosia, Chipre farida227@hotmail.com
La primavera cubrió la isla, el olor de los naranjos desprendía aroma de azahar y las flores silvestres comenzaban a colorear las quebradas y los montes. La gente se desprendía de los pesados abrigos que fueron sus compañeros durante el invierno, abrían ventanas, limpiaban armarios y guardaban ropa de otra temporada. En los balcones de las casas volvían a colgar las macetas y en la calle la gente iba y venía haciendo sus compras. En la tarde daban largos paseos sin prisa; miraban vitrinas, tomaban un café o simplemente se sentaban en los bancos contemplando el ir y venir de otros.
Anila, mujer de rojos cabellos y ojos verde mar de piel blanca pálida como el mármol, recordaba las antiguas estatuas, se hospedó en un pequeño hotel en el centro de la ciudad. Había llegado a la isla huyendo de su país, en donde eran perseguidos los miembros de su secta. Se creía descendiente de antiguos dioses y al partir se llevó de su templo un ídolo de barro que se decía tener el don de transformar el tiempo y hacer temblar la tierra.
Ella abrió su valija y sacó de entre sus ropas un paquete al que despojó de su envoltura. Quedó al descubierto la figura de barro cocido que puso sobre el tocador y a la que comenzó a hablarle en una lengua indígena.
La mujer miró desde la ventana del cuarto las calles angostas y empedradas color arena. Escuchaba las voces de los vendedores de frutas y el ruido del arrastrar de sus carretas y observaba a las mujeres haciendo sus compras en silencio. Escogió la isla porque en un tiempo los habitantes habían sido adoradores de los astros y los elementos naturales.
A la mañana siguiente a su llegada el cielo amaneció sin nubes y la luz era brillante y cegadora, subió la temperatura y los pobladores del lugar se asombraron por el cambio tan repentino. Pasaban los días y el calor iba en aumento.
La mujer diosa, se paseó por la ciudad y los campos. Le disgustó la indiferencia y el silencio de la gente y su adicción al lujo y el derroche.
La población se despojó ahora de sus ropas de primavera y vistieron pantalones cortos, camisas sin mangas y sandalias. Las mujeres recogieron sus cabellos y se abstuvieron del maquillaje.
El zumbido de los aires acondicionados de las casas y oficinas invadió el ambiente. Al anochecer refrescaba un poco pero al amanecer volvía el calor agobiante y sin brisa.
Los días trascurrían muy despacio. Los habitantes se volvieron taciturnos, agresivos y las expresiones de sus rostros comenzaron a alterarse, endureciendo sus gestos y sus movimientos se volvieron parsimoniosos. Ahora preferían quedarse en sus casas con las persianas y puertas cerradas porque la oscuridad les infundía una sensación de frescor.
La temperatura bajo un mediodía y el cielo comenzó a nublarse, las nubes se amontonaron una junto a otra y el cielo se oscureció; los pobladores se preguntaban qué le pasaba a la naturaleza. De repente comenzó una lluvia menuda como el rocío matinal que poco a poco se convirtió en una de gruesas gotas que golpeaban los techos produciendo un sonido que recordaba el BAM, BAM de tambores.
Los ríos que estaban secos desde hacía años comenzaron a desbordarse, el agua tomó fuerza y arrastró a su paso cosechas y viviendas y atrapó autos que flotaban antes de desaparecer en las profundidades.
La gente pedía ayuda que no llegaba, el agua se mezcló con la arena y se volvió lodo formando pantanos. La población quería huir de la isla y unos lo hicieron en barcos, lanchas y sobre tablas flotando, mientras otros corrían desesperados y sin rumbo. Enajenados por el horror terminaban convertidos en figuras de barro.
La mujer desapareció antes de comenzar el diluvio dejando, por descuido o con intención, la estatuilla.
De la isla quedaron sólo las montañas más altas y en el centro se formó una boca de agua, en la que por las noches se escuchaban los sapos hablando entre ellos una lengua olvidada.
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