Un cuento para cada día    Alhaurín de la Torre, 22 de enero de 2003

Piernas de oro

Orfelio Serna Sánchez. Nuevo León. México. droserna@sab.inteli.net.mx

El paciente estaba postrado sobre la mesa del quirófano. Aunque tal vez es la cirugía que menos me gusta realizar, estaba seguro, que la amputación de la extremidad inferior de este hombre, era la mejor opción para tratar de prolongar su vida. El funcionamiento de su pierna se había deteriorado a tal grado, que la gangrena amenazaba con invadir todo su cuerpo y terminar rápidamente con su existencia. Sin embargo, perder una parte de su cuerpo era dejar una porción de su pasado a la deriva. A pesar de eso, la decisión era impostergable.

Al tío Eligio lo conocía desde mi niñez. A pesar de que no era nuestro familiar directo, así le decíamos en mi hogar. La primera imagen que tengo de una bicicleta, es la de él. Era una 'balona', de esas con llantas gruesas, canastillas al frente y por detrás. Su color indefinido era una muestra de que estaba hecha para el trabajo pesado y para su voluminoso cuerpo; debía trasladarlo a diario a través de todo el pueblo para levantar los pedidos de su carnicería, ya que su oficio era el de matancero, pero al estilo antiguo, el que consistía en vender las partes del animal antes de matarlo. Dos o tres veces por semana levantaba el pedido por las tardes, y a la mañana siguiente, se entregaba el encargo.

Soltó un quejido involuntario al momento de la punción sobre su espalda para colocarle la ráquea anestésica. Después de perder la sensación de vida en la parte inferior de su cuerpo, lo fuimos colocando como muñeco de trapo sobre la plancha metálica. Se inició el ritual del lavado exhaustivo sobre la extremidad que pronto dejaría de pertenecerle. La limpieza era el último protocolo a seguir antes de su separación permanente. Soportó estoicamente toda la maniobra.

Nuestra casa, de dos cuartos, poseía un largo patio que llegaba hasta la mitad de la cuadra. Estaba separado de la calle por una tela de alambre de tipo 'borreguero'. Al verlo llegar en su 'bici', acostumbraba correr a su lado, él por afuera y yo por dentro de la cerca alambrada. Solía decirme con su voz ronca: " Ándale güerco, corre y pregúntale a tu mamá si va a querer carne. Mañana mato un marrano, me falta vender una 'paleta' y el lomo". Yo admiraba la fuerza que imprimía a sus piernas para mover el vehículo.

Al terminar de cubrir al enfermo con la ropa quirúrgica adecuada, valoré el sitio adecuado de la mutilación. El corte lo haría una decena de pulgadas por arriba de su rodilla, para darnos la tranquilidad, a mí y a él, de que el tejido que quedaba estaría perfectamente sano. No existe nada más penoso en nuestra profesión, que realizar cortes consecutivos a un miembro hasta que se detiene la enfermedad. La primera incisión debe ser la única. Avisé al anestesiólogo que estábamos listos para el primer corte. Solapadamente observé que las lágrimas mojaban sus mejillas. Iniciamos.

Ante el grito de "¡ya llegó el tío Eligio!", mi madre salía de la cocina secándose el sudor que el fuerte calor le ocasionaba. Un saludo rápido y empezaba el estira y afloja del regateo por el precio de la carne a vender. No había precios establecidos, éstos se daban de acuerdo al dinero que tenía el comprador y la necesidad de completar la venta del comerciante. Una vez hecho el trato, la conversación se desplazaba por todos los confines del poblado. A falta de teléfonos, el tío Eligio hacía la función de recadero.

Un corte nítido sobre la apergaminada piel... fue el principio del fin. Los atrofiados músculos fueron presa fácil del afilado cuchillo que, sin piedad, daba cuenta de lo que quedaba de esa pierna. Unos años atrás, sus muslos fueron el máximo orgullo que poseía, hoy, eran un estorbo. En ese momento oí que sollozaba. Mis entrenados dedos fueron dando cuenta de cuanto obstáculo se presentó en la ejecución planeada. Los vasos sanguíneos tapados eran una clara muestra de que en ese sitio ya no habría vida. Al llegar al hueso, se dictó el momento de la separación definitiva.

Acostumbraba pedirle que me paseara sentado en una de las canastillas. Él se mostraba generoso y lo concedía. Una rápida vuelta a la manzana me hacía sentir que había visitado el mundo entero. El aire fresco sobre mi cara era una muestra de la velocidad que sus miembros inferiores le imprimían a la estrella del velocípedo. Al preguntarle por qué nunca se cansaba, afirmaba orgulloso: "Es que mis piernas son de oro". Desde ese momento le llamé el 'piernasdeoro'. Él sonreía al escucharme. ¡Era nuestro secreto!

En el quirófano se dejó escuchar un ruido similar al de una carpintería antigua. Una sierra manual daba cuenta del hueso que quedaba como el último bastión de aquella parte del organismo que se negaba a quedar a la deriva. Un pestilente pie fue retirado por la amenaza mortal que significaba su presencia. Una bolsa de basura sirvió como último refugio y destino final. No hubo despedidas ni lamentos. Le escuché un murmullo en tono de oración. Iniciamos el cierre de la piel. La operación concluía.

Cuando le preguntaba que como se me convertirían en oro mis piernas, él se acercaba a mi oído y cuchicheaba: "Pedaleando". Yo añoraba una 'balona' como la suya: fuerte...grande...tosca. Con el paso del tiempo, el crecimiento corporal y el traslado a otra ciudad para realizar mis estudios, hizo que ya no disfrutara de su compañía ni de los paseos vespertinos. Allá a lo lejos, supe que la carnicería había quebrado ante la invasión de los cortes americanos y la carne de supermercado. Luego me enteré de que había sido atrapado por la diabetes y sufría de sus piernas. Solicitaba una valoración de su antiguo amigo y ahora cirujano.

El acto quirúrgico se terminó sin contratiempos. El anestesiólogo hizo la observación de que durante el tiempo que estuvimos trabajando me mantuve muy callado. "Es más,- me dijo-ahora que el paciente se ha ido, miras con demasiado detenimiento la extremidad amputada. ¡Hasta parece que le quieres hablar! Deja que se la lleven al horno de cremación, ya no sirve para nada. ¡No tiene ningún valor!" -Para mí sí, contesté, incluso pienso... que es de oro-. El doctor encogió sus hombros y se retiró, confundido. No entendió ni yo me preocupé por darle explicaciones. En ese momento... pensé que había mutilado un pedazo de mi infancia...

Meses después llegó una noticia del rancho...el tío Eligio, murió.

 


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