Un cuento para cada día    Alhaurín de la Torre, 25 de enero de 2003

ZENAIDA 

Maria Dolores Villalbazo  farida227@hotmail.com

   La mecha del quinqué ardía  alumbrando malamente la estrechez de la habitación y por un instante pareció apagarse por el viento que penetraba a través de las rendijas de la choza de Zenaida, quien se levantó del catre torpemente, acercándose a la mesa para tomar un trago de la botella de aguardiente perfumado. El viento se enroscaba por las calles mal trazadas, silbando su desenfreno y su violencia. La mujer pasaba de los cincuenta años y gruesas carnes asomaban a través de su ajada bata que usaba a diario. Su vida se había ido diluyendo en el vació, sin esperanzas ni sueños. 

   Arrastraba sus chancletas sobre el piso de tierra roja. Sus noches eran siempre iguales desde hacia anos, acostarse y levantarse sola; no tenía gatos ni perros y menos pájaros; apenas podía alimentarse ella. Las mujeres la miraban con recelo y sentían compasión. Le dejaban en su puerta platos con pucheros de pescado y pollo; era así como lograba sobrevivir las borracheras de todos los días. 

   Frecuentemente tenía alucinaciones; creía adivinar el futuro de los demás. Comenzaba a hablar, sus manos y su cuerpo se crispaban temblorosos. Quemaba incienso y ataba cordones rojos a los muñecos de cera negra que tenían el tamaño de fetos de cinco meses y su vivienda era un desorden de ropa de muchas épocas. 

   Llego a ese pueblo de pescadores de la mano de su padre cuando era niña. No recordaba a su madre ni sabia en realidad quien era. El hombre la enseño a cocinar, lavar y planchar. Le gustaba verlo limpiecito los domingos, con ropa blanca almidonada y lo contemplaba en la mesa mientras cenaban en silencio en la penumbra. El se marchaba para regresar con  pasos inciertos y nublado de aguardiente en las madrugadas cuando el aire soplaba fuerte y no había pesca. Ella cariñosamente le ayudaba a tenderse en el catre y se quedaba dormida a su lado.  

   Recordaba haber jugado pocas veces en compañía de otros niños. Los miraba desde la puerta con rabia y deseos de saltar y correr con ellos, solo que el miedo a la furia de su padre le impedía atreverse. Pasó esos años con tristeza y dolor. Era niña y mujer de alguien a quien odiaba y amaba al mismo tiempo.  

   Fueron brotando sus pechos entre sus ropas y su cuerpo transformándose. Los hombres la miraban con deseo pero ella le era fiel.   

   Esperaba su regreso tambaleándose y borracho. Lo sentía llegar, hasta el día que desapareció cuando el mar estaba encrestado, y nadie se atrevió a salir. El fue a tirar las redes del adiós.  

   Jamás apareció su cuerpo, el mar no lo devolvió y ella guardo en su juventud la espera del regreso. Era despreciada en las murmuraciones del pueblo, estaba sola, no contaba con nadie para llorar ni con brazos en que abrigarse; su juventud la dejó en las cantinas de los pueblos aldeanos, entre el alcohol y los amantes ocasionales.

   Cuando comenzaba a soplar el viento del norte, se encerraba en su choza y se volvía melancólica, se aferraba al ayer y a través de la ventana, buscaba entre las olas que se rompían la figura de su padre. 

   Luchaba contra la bestialidad de sus sentimientos. Zenaida no pudo amar a nadie, excepto a un hombre, y así fueron acumulándose los anos sobre su mirada, su boca de silencio y su alma solitaria. Miraba al mar por las tardes, esa lejanía sin retorno, ese ayer que no podía apretar entre sus manos, ese presente que no vivía sin su pasado. Cuando estaba sobria se atrevía a sentarse a observar a los niños que jugaban casi desnudos por las calles, descalzos y llenos de mocos, picados por zancudos y alacranes; muchos de ellos como Zenaida sin conocer el amor. 

   Por las noches, con el cigarrillo entre sus dedos bella el firmamento, mientras la brisa la envolvía. Deseaba tener un hombre que la apretara contra su pecho, que la acompañara y se hiciera cómplice de sus secretos. 

   En su subconsciente querría parir hijos, pero el recuerdo de su padre le hacia temer que ellos, pudieran correr la misma suerte que ella. 

   Nadie pudo arrebatarla de sus recuerdos. Ya no pudo mas trabajar de puta y los hombres dejaron de desearla. Terminó por creer que cada vez que el viento soplara fuerte el regresaría…  

   La noche en que los sapos y los grillos estaban sin su canto y el ulular del viento desgarrado en lamentos metió al pueblo de pescadores en sus casas bien atrancadas, Zenaida escucho una voz que le llamaba desde fuera. Él estaba ahí, había regresado. Se dirigió a la puerta, quitó la barra que la cerraba y dejó entrar de lleno la fuerza del viento que la arrastró en sus brazos. Era su amante, su verdugo que un día le quitó sus sueños de niña y la marcó con el deseo. El aire la manejó como títere por entre las piedras y comió polvo de recuerdos de sus muchos años pasados en la soledad absoluta.   

   Era un trapo que flotaba y caía, que volvía a levantarse y ni siquiera se dio cuenta cuando su graneo se patrio al caer entre los riscos de ese mar que odió por que un día se llevo a su amor. A la mañana siguiente encontraron un cuerpo desbaratado, que fue recogido y sepultado sin llanto.                


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