Una historia cada día, un cuento cada semana
   Alhaurín de la Torre, Málaga, Andalucía,   domingo, 18 de julio de 2004

el chiste

 Antoni Tamarit.  londinense@hotmail.com

Sobre mi vida gravitaba una pésima suerte y la mala racha que estaba pasando ya duraba demasiado. No sabía si era debido a factores externos, deméritos míos, a falta de esfuerzo personal o sencillamente al simple azar. También puede que se debiera al mal de ojo. No lo sé, pero a diferencia de las personas, la mala suerte no tiene ningún signo externo para reconocerla y es fácil caer en la trampa. La única posibilidad que puede salvarnos de ella es el olfato sutil, casi animal y detectarla a tiempo para ser capaz de romper con la inercia. Aunque la había asimilado con pasmosa naturalidad me costaba entonar el mea culpa y me negaba a que se  eternizara.

No recordaba cuando ni cómo empezó, aunque sabía que fue una invasión lenta, insidiosa y traicionera y se coló en mi vida de puntillas y sin hacer ruido. La única parte positiva era que sabía que siempre estaba ahí y me cogía prevenido, generalmente para lo peor, por eso, cuando experimentaba una alegría, inmediatamente pensaba en la desgracia que me sobrevendría después, debido a la universal teoría de la compensación, lo cierto es que cuando lo escruté en la distancia, todavía a lo lejos,  supe inmediatamente que no era fruto de la casualidad y que venía en dirección hacia  mí y una ola de realismo me invadió.

Más que fatalismo fue instinto y aunque en el primer momento llegué a pensar que se trataba de una visión, pronto se esfumó y terminé por desmoralizarme. Prevaleció la realidad y supe que venía lanzado a por mí con precisión exacta y geométrica y que tenía pocas esperanzas de escapar. El escepticismo y la incredulidad no fueron suficiente, así que una vez más acepté con resignación el destino y mi condición de víctima propiciatoria. Me preparé para un final anónimo y gris dispuesto a engrosar la siniestra estadística de la  rifa semanal.

 Siempre había temido ese momento y las posibilidades de que ocurriera siempre estaban ahí, por eso, en el momento que lo divisé me alarmé. Luego, cuando se diluyo la poca adrenalina de coraje que me quedaba, lo acepté y me vino el miedo.

 

 

 

No recuerdo a qué ley se debe ni quien la formuló, pero en el momento que le vi supe que era verdad, que  las cosas a poco que puedan, tienen la tendencia a torcerse y a ir mal. Hay días que nacen con un signo aciago y es imposible enderezar la torpeza de nuestros actos y todo lo que intentamos forma una malaventura y generalmente tiende a ir peor. Aquel fatídico día, él  habría podido llegar a destiempo o adelantarme yo, pero no, nos teníamos que encontrar en el mismo sitio y a la misma hora en aquel fatídico punto. Sería un encuentro limpio y ubicuo y acepté la teoría aunque sin tener muy claro quien se había cruzado en el camino de quien. Lo malo es que los daños esta vez serían  irreversibles. Maldita ley o teoría.

 A  fuerza de experimentar y dejarme llevar por mi mala estrella se me creó como un vicio. La mala racha era como un intruso que se había instalado discretamente, se encontraba a gusto y no parecía dispuesta a abandonarme. Esto me hacía vivir de forma dubitativa  e insegura y me había creado un sentido de subordinación a su continua presencia;  lo compartíamos todo y se manifestaba en mi sonrisa, en mi forma de hablar y hasta en los gestos.

El hábito crea costumbres que al final terminamos por aceptar y últimamente había desarrollado la tendencia a aceptar las cosas tal y como me iban sucediendo, sin hacer el menor esfuerzo por cambiarlas. La mala racha se hallaba  instalada tan solidamente dentro de mí que me había conferido un espíritu de poderosa observación y experiencia y sus presentimientos siempre solían cumplirse, por eso cuando le vi supe que estaba en una ratonera.

La distancia, siempre irónica, se iba acortando y venía directo hacia mí, hacia aquel cruce dónde yo me había detenido para respetar aquel stop. Al principio me quedé perplejo y casi no me lo podía creer, incluso me permití el beneficio de la duda,  y es que la incredulidad es siempre nuestra aliada ante situaciones adversas y antecede al miedo segundos antes de que ocurra lo inevitable y ante la fatalidad adoptamos un aire ingenuo, casi infantil. Nos creamos una realidad ficticia hecha a nuestra medida y nos refugiamos en ella.

¡Que esa maldita ley o teoría fuese a cumplirse precisamente en mí ya era mala suerte! Inmediatamente me rehice y pensé: ¡Que hijo de puta, viene decidido a acabar conmigo! De nuevo le escruté en la  distancia y ya le vi, estaría a veinte metros, pero ya distinguí su cara y estuve tentado de gritar y pedir socorro.

 

 

 

Contrariamente a lo que llegué a pensar en el primer momento, no era un chaval joven, ni iba dormido ni distraído ni charlando. Iba solo y daba la impresión de que estaba ensimismado y tenía la vista perdida en algún punto concreto.

En el caso que hoy me ocupaba, el destino, el fátum no era mi mala racha, era aquel individuo, aquel gafe, y  me pregunté de dónde había salido. Puede que de ningún sitio, del infinito.

Un despiste pensé, quizás un infarto, por tanto, puede que ya estuviera medio muerto, o en el limbo, o muerto del todo, que es peor. Esto último me cabreaba enormemente. ¿Cómo no había forma de parar a un muerto?

 Y es que los muertos justo después de morir, parece que aún les queda un suspiro de vida y se aferran a cualquier cosa con tal de quedarse y en última instancia pueden conducir largas distancias silenciosamente sin que se les note, intentando llevarse algún souvenir. El muy cabrón quería que le acompañase.

A unos quince  metros le vi claramente. ¡Estaba vivo y sonriente y se le veía feliz! Los muertos no sonríen y esto no es ninguna metáfora, a menos que estuviera despidiéndose de este mundo con la miel en los labios. Lo único que no encajaba era esa mirada perdida.

También puede que estuviera soñando despierto y se dejara llevar por la ensoñación, lo cierto es que ahora, a diez metros continuaba con la fijeza inexpresiva y parecía feliz con un ligero aire de suicida romántico.

 No había tiempo para nada. Ni para lamentarse ni para que aflorasen las lágrimas, ya que el miedo no provoca tristeza si no más bien incredulidad y sorpresa. Inconscientemente intenté protegerme pero no sabía qué parte de mi cuerpo, así que en última instancia opté por ponerme las manos a la cabeza y taparme los ojos para no ver y no tener nada que temer, aunque en las condiciones en que quedaría mi cuerpo no sabía para que me serviría. Aquel tipo venía fuerte, a ciento cuarenta, quizás más.

Como todavía estaba en plena fase de escepticismo e incredulidad que antecede al miedo, en un ataque de ingenuidad pensé que en el fondo y más allá de las apariencias todo aquello era una broma. Ahora que lo pienso hubiera podido abrir la puerta y saltar  pero la cobardía me asaltó y me quedé agarrotado pensando que el mal fuese lo menor posible.

 También intenté ponerme el cinturón de seguridad que negligentemente llevaba desabrochado, pero esta operación requería al menos tres segundos, así que opté por las manos.

 

 

Además, justo al lado, tenía un camión de gran tonelaje que ayudaría a que quedase empotrado. No sabía que sería peor, el primer impacto o el segundo y me alegré de perderme el espectáculo de los bomberos intentando recuperar lo irrecuperable. Sentí pena por ellos.

De pronto, en un arrebato de genio y coraje levanté la cabeza y decidí mirarle. El también me vio. Pensé que el futuro ya no daba para más y que era hermoso que aún me quedaran  dos segundos, así que intenté atraparlos y vivirlos intensamente.

 Aquellos ojos me recordaban algo, esa mirada relajada y satisfecha había cruzado un punto sin retorno después del cual no había nada. Puede que fuera un amante despechado o alguien a quien le han diagnosticado un mal incurable o un poeta herido en la última fase de desesperación, aunque sencillamente puede que fuera miope. En el fondo pensé que se trataba simplemente de un gafe y me consoló el pensar que el tampoco tenía su día de suerte.

 Era una persona de mediana edad y ahora, sorprendentemente, estaba pasando de la sonrisa inquietante a la risa jocosa. Ahora lo veía claramente, ¡estaba esbozando una carcajada! Aquello era la premonición del crimen perfecto y sin remordimiento. Quizás su muerte y también la mía, estuviera sintetizada en esa carcajada.

Aquella risa, ¡tenía que haber sido un chiste!, ahora estaba seguro, le habían contado un chiste y le había impactado tanto que ahora lo recordaba y se estaba regocijando.

 Sí, un chiste de esos que te cuentan y que no se olvidan, que encierran grandes dosis de sabiduría, y que la gente ríe y ríe inconscientemente, cuando en el fondo es una invitación para reflexionar.

Uno de esos malditos chistes que solo los iniciados entienden y que agazapados pacientemente van pasando de boca en boca, casi secretamente y son como profecías que  nos persiguen y tratan de colarse en el momento oportuno en nuestra vida para destruirla o enriquecerla. Al final siempre acaban fatalmente por  cumplirse.   

Es muy posible que en un punto álgido de hilaridad, a aquel hombre, algo muy sutil le falló y se dejó llevar por la levedad. Quizás fue un desvío, o una curva mal tomada, o un viraje equivocado del destino el desencadenante de la tragedia inmediata.

 A lo mejor, algo en aquel chiste le recordó a algo o a alguien y le hizo tanta gracia que tomó un rumbo erróneo, aunque él seguramente ya no podría precisar cuando ocurrió, ni ya le haría falta.

 

 

También puede que aquel día y todo lo que estaba ocurriendo formara parte de mi mala racha y ya hacía tiempo que estaba escrito, y que nuestras vidas se tenían que entrecruzar en aquel fatídico punto.

Aquella aproximación previa al gran impacto, a menos de un segundo, solo un milagro o alguna extraña ley física podía detenerla, así que decidí mirarle fijamente con rabia y le hice una mueca:  le miré con todo mi odio y un acceso de ira se manifestó a través de mi rostro. De repente la sorpresa apareció en su cara. Fue un interrogante cruce de miradas de dos seres perdidos y  su expresión cambió.  Primero fue la incredulidad seguida del  pánico. Ahora se daba cuenta de su error. Éramos dos solitarios en un monólogo mudo al borde del infinito.

Al principio se quedó paralizado, sin dar crédito a lo que se le venía encima e intentó esbozar una sonrisa que quedó disimulada por lo trágico del momento. Después de todo el  proceso ya quedaba poco y sólo una línea finísima separaba las figuraciones a los hechos. Ahora se juntaba todo: el stop, los dos coches, el chiste, la sonrisa y mi mala racha.

En el último momento se repuso y empezó a reírse otra vez y en su risa pude ver que ya convivía con el futuro y que quería irse al otro mundo con su maldito chiste hasta el final y a mí me dejo con el misterio de aquella extraña alegría.

 Dio un volantazo y  derrapó. Salió volando ligero como un pájaro hacia un largo camino. Había soltado el lastre que le causaba la risa  y era él, el último de la perversa cadena de aquel chiste. Ahora emprendía un vertiginoso tránsito de la belleza al olvido en un viaje sin final. Pasó  justo a un palmo de mi coche en una desbocada carrera en dirección a un bosque, buscando ese árbol que acabaría con su rictus inconsciente y feliz.

La ligerísima punta de una sonrisa se dibujó en mis labios, una sonrisa interior, casi imperceptible, como son las sonrisas más fuertes. Una sonrisa de vida, de alivio, que ya casi tenía olvidada y que me recordó tiempos pasados y era precursora de un futuro mejor.

Antoni Tamarit

londinense@hotmail.com


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