Una historia cada día, un cuento cada semana
   Alhaurín de la Torre, Málaga, Andalucía,   domingo, 23 de enero de 2005
 

TODO SIGUE IGUAL 

Maria Dolores Villalbazo  Nicosia, Chipre   farida227@hotmail.com    

El viento penetraba en la casa de madera a través de las ranuras de que el tiempo y el descuido la habían hecho víctima. Las niñas eran pequeñas y parecían ajenas a su entorno; jugaban sentadas en el borde de la cama grande de metal con sus muñecas de ojos fijos y azules mientras la madre, mujer joven, regordeta y de piel blanca, las contemplaba con lástima y amor. Sus pensamientos se desparramaban en un llanto sin ruido, su interior corroído lentamente por la estrechez  económica.

El marido se había marchado sin decir adiós. Ya tenía varias semanas de ausencia. Aquello sucedía con relativa  frecuencia; y era cuando Brígida salía a vender cremas baratas por el barrio, para poder comprar un trozo de carne y pan para alimentar a las pequeñas.

Estaba acostumbrada a esperar sus regresos inesperados. El hombre llegaría cansado, sintiéndose mal y arrepentido de sus correrías femeninas y de los tragos en los bares con los amigos. Se tendería en la cama por varios días y se recuperaría atendido por ella que le preparaba sopas y pucheros para volverlo a la vida y al trabajo. Así giraba la rueda de su existencia...

No había muchos muebles en el hogar. En la cocina sólo una estufa desgastada y un destartalado frigorífico que no funcionaba, sino que servía  de armario para la ínfima despensa. La casa tenía dos habitaciones de piso de cemento. Un hoyo en el fondo del patio hacia las veces de retrete y el lavadero roto y a la intemperie era el baño donde entre llantos y gritos de frió la madre bañaba las chiquillas. Las ponía  temprano en la cama, tapándolas  antes de apagar las velas e irse a dormir ella.

Brígida pasaba apenas de los veintiséis años. Tenía ojos y cabellos oscuros y era hermosa. Su niñez había transcurrido cuidando de sus pequeños y numerosos hermanos encerrada en un cuarto de vecindad, mientras su  madre viuda partía a trabajar. Para pasar  las horas,  afeitaba las cabezas  de sus hermanos con una navaja de barbero que había pertenecido a su padre y que ella  conservaba como objeto querido. Recibía azotes de su progenitora cuando  ésta regresaba malhumorada  y cansada después haber estado todo el día limpiando las habitaciones y baños de un hotel de paso.

Cuando comenzó su adolescencia corría por las calles del barrio en patineta o se liaba a golpes con los chiquillos por defender a sus hermanos. La escuela no le interesó mucho y pronto se puso a trabajar en una ferretería, contenta de ganar su salario y de compartirlo con su madre y hermanos que ya estaban empleados llevando canastas en los mercados. 

Fue en un baile popular que se celebró en una plaza y en donde tocaba un grupo musical de moda que conoció a Domingo. El había ido acompañado de amigos a tomar unas copas y mirar mujeres. Sonreía divertido. Le gustaban todas.

Era alto y delgado, cabello oscuro y ensortijado. El verde de sus ojos hacía contraste con las oscuras ojeras que hacia resaltar más su color. La comisura de sus labios daba a su boca una mueca de un hombre desfachatado  y sensual. 

Domingo, tenía sus reglas. No deseaba atarse a ninguna mujer;  no sentía la necesidad de una piel acompañando la suya toda la noche. Disfrutaba y hacía gozar. Sabía como tratar en la cama y dejar feliz por momentos, pero nada quería saber de compromisos.

Trabajaba como cargador en los muelles del puerto y compartía su dinero de juerga con los amigos los fines de semanas. Su madre le brindaba protección y lo descargaba de responsabilidades. Era su único varón y era el hijo que siempre recibía sus muestras de cariños.

 Brígida, en cambio, quería casarse, tener hijos y un hombre que le protegiera y la alimentara. Tuvo su primera experiencia amorosa en  su adolescencia con un vecino. No fue amor. Sólo curiosidad por conocerse sus cuerpos mutuamente y sentir la pasión de la novedad y juventud. Lo mismo le sucedió cuando vio a Domingo,  cerca de una columna, con un vaso en una mano y un cigarrillo en la otra. Le entró por los sentidos. ¡Como le gusto ese hombre¡. Su rostro, su cuerpo y esa sonrisa que surgió cuando sus miradas se encontraron, y que terminó en carcajada ante los comentarios que hicieron los amigos cuando observaron el flirteo. Domingo la sintió lista para la aventura que correría. Era cuestión de acercarse, sacarla a bailar y preguntarle lo de siempre. Después acercaría a su cuerpo para darle esa sensación de desasosiego. Con suerte la tendría esa misma noche en algún rincón de una calle oscura.

Brígida no era muy buena para llevar los pasos y se sentía torpe. Bajó la vista y se dejó conducir por ese par de  brazos perfumados cubiertos de vello oscuro que ella fue acariciando... Habló muy poco, y él se alegró. Las conversaciones podrían dar seriedad a la relación y Domingo no lo deseaba. Se dedicaron a disfrutar uno del otro envuelto en la pasión de la edad en la que se confunde con amor.

Pasadas varias semanas, Domingo decidió que llevaba ya mucho tiempo metido en el juego y comenzó a desaparecer por días, mientras Brígida, ‘’que lo amaba’’, dedicó sus horas libres a la tarea de buscarlo por los sitios que frecuentaba, pero en lo que el ya no aparecía.  Aunque dolida, se resignó a su alejamiento. Un día la sorprendió en la ferretería y se disculpó diciéndole que estaba confundido, pero que se había dado cuenta de cuanto la amaba. Ella, desconociendo que todo no era sino despecho porque su nueva novia había roto con él, decidió retenerlo quedándose embarazada. El hombre se sintió obligado y semanas después la pareja se casó. El se dedicó a jugar a ser el joven marido responsable y ella a la amita de casa.

A medida que avanzó el embarazo, Domingo empezó a cansarse de escucharla. Nada le agradaba y, aburrido se marchaba. Mientras, ella tiraba las lágrimas sobre el mantel de plástico de la mesa de la cocina. Cuando él regresaba le perdonaba y terminaban abrazados haciendo el amor. Hasta el día que ella lo rechazó por su creciente preñez. Cuando nació la niña Domingo sufrió una desilusión porque esperaba varón. Comenzaron las noches de desvelos y llanto de recién nacido mezclados con lo de la mujer y al despertar sentía que se ahogaba con la angustia que oprimía su pecho. Se iba a trabajar y regresaba al atardecer, fatigado, a escuchar los reproches de Brígida. 

Con el tiempo, ella se percató de que el hombre se mostraba reservado, se miraba al espejo y usaba loción y sintió que se le iría. Recordó entonces las conversaciones femeninas de sus conocidas y su rostro cansado se iluminó al ‘’encontrar la solución’’. ¡Otro hijo que pudiera unirlos más!. Domingo se enteró, meses después  de la buena noticia... sería papá por segunda vez.

Las niñas crecían entre las desavenencias de los padres. La mujer lloraba y gritaba cuando el hombre se desaparecía  y arremetía contra todo lo que se movía en casa y pegaba a las hijas por cualquier motivo. Habían pasado siete semanas desde la última vez que Domingo se marchó de la casa. Las pequeñas se acostumbraron a su ausencia, pero en su madre se anidaba el resentimiento alimentado de la pobreza que inundaba aquella casa en la que el sol de otoño entraba y se expandía a través de los agujeros de la apatía incrustada. Domingo se fue a vivir con su madre, quien lo recibió dichosa por tenerlo nuevamente a su lado. Con el pasar de los días comprendió el error de haberse casado con aquella mujer que ya no le gustaba más. Cuando la conoció le había parecido una joven simple, un animalito muy cariñoso que necesitaba protección. Siempre callada, sin exigir nada y en la cama muy apasionada. 

Durante el día, Brígida era presa de un aburrimiento y pereza enfermizos y las noches las pasaba sin poder dormir; pensando durante horas qué haría cuado el marido regresara. En su mente desordenadamente surgían imágenes  de cómo lo castigaría por su desamor.  ¿Quemándolo vivo? ¿Enterrándole el cuchillo de cocina? pero al final terminaba perdonándolo y abrazada a su pecho aunque sabia que él volvería hacer lo mismo. Una mañana, revisando las cajas de zapatos en las que solía guardar sus secretos, se encontró con la navaja de barbero y tomándola en sus manos, se puso a cortar los cabellos de las niñas que la miraban con asombro. En un par de horas las cabecitas quedaron afeitadas y las criaturas volvieron a su juego favorito, el de peinar sus muñecas de ojos inmóviles.

Un atardecer Domingo se atrevió a presentarse en el hogar y Brígida lo miró fijamente como enamorada, en tanto su pensamiento maquinaba otras cosas. Mientras él hablaba, ella pensaba en el cuarto de vecindad, en el encierro con sus hermanos, castigada por su madre. Volvió a su memoria el día que lo conoció y en el que sin saberlo llamó amor a la pasión y sintió  miedo de ser otra vez abandonada y burlada. Sin quererlo olvidó a sus hijas, las miraba lejanas, apartadas por una niebla, desapareciendo de su mente.  Sólo prevaleció la rabia que sintió hacía  él.

El hombre quiso acariciarla, pero ella lo esquivó rápidamente y levantándose, se dirigió a la caja de zapatos y sacó la navaja mientras él la esperaba callado y sumiso.  No tuvo tiempo de reaccionar cuando ella le pasó cerca, rozándole el cuello. Instintivamente Domingo se llevó la mano a la herida y vio sus dedos manchados con la sangre que manaba profusamente... fue tan breve su agonía.

La mujer limpio la hoja de la cuchilla con un trapo, y con paciencia le afeitó su cráneo como le hacia a los seres a quienes ella creía amar...   


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