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Una historia
cada día, un cuento
cada semana
Alhaurín de la Torre, Málaga, Andalucía, domingo, 16 de
enero de 2005
Fº Miguel López Jiménez fmlopez52@hotmail.com . El agua turbia corría lentamente, abriéndose paso entre lo abrupto del arroyo, los escombros y matorrales habían cegado el caudal natural. Las edificaciones en todo el entorno del cauce hubieron propiciado los vertidos ocasionados por los obreros, que inconscientes del daño no escatimaron en la proporción de desechos arrojados.
Se habían reproducido de manera natural varias tomateras salvajes, ni que decir tiene de la inutilidad del fruto. Sólo podían dar una nota de color rojo a tanta suciedad acumulada, la cual era causante de los malos olores en verano y oportuno criadero de mosquitos y de otros insectos durante todo el año.
Hacía poco tiempo que aquel escarabajo se hubo instalado en las proximidades del riachuelo, ocupó la propiedad deshabitada del anterior inquilino, en una común compraventa. Fantasma y fanfarrón como él sólo, no era muy largo de luces, el entendimiento apenas cubría un mínimo espacio en su reducido intelecto. Eso sí, maestro en el oportunismo de impresionar a otros escarabajos para exprimirles algún beneficio a su favor. Su vida era patéticamente monótona y cansina, hasta él mismo se asqueaba de su desafortunada existencia. Vagaba desorientado en la rutina de todos los días repetidos, trabajar, comer y buscar a destajo el sexo.
Inconformista con el entorno y con él mismo, un muerto en vida bajo la negrura de sus intenciones y desvelos. Posiblemente le hubiera gustado ser pájaro o mariposa para poseer belleza y libertad, una libertad que le fue arrebatada por los acondicionamientos de una sabia selección natural en los seres vivos. Se había sometido a las pautas marcadas para salvaguardar su condición de escarabajo. Se aparejó, tuvo descendencia como era de esperar y su misión ya estaba cumplida. Pero, qué ocurría con sus inquietudes y gula sexual, no podía sacrificar tanta apetencia sin nada a cambio. A veces su mente caminaba más aprisa que sus diminutas patas, volaban las pajas de su fantasías por las aguas fecales del arroyo como alma libre y plena.
Un mínimo reflejo suyo en la suciedad cristalizada de las pozas lo devolvían a la realidad, arrastrar la barriga por sus desafortunados deseos y caminar barranco arriba, piedras abajo como las escurridizas lagartijas, compañeras del entorno. Si la depresión no fuera enfermedad de humanos el escarabajo la padecería por contemplarse a sí mismo y hallar tanto remordimiento desbaratado en su empequeñecida cabeza. Si hubiera sido mariposa, golondrina, o simplemente normal, la existencia le habría ido mejor. Desplegar las alas a voluntad del viento y surcar el aire con la agilidad del cometa, siendo el regidor de los deseos y de los sueños, sin ataduras terrestres, sin sentarse en torno a un consejo acusatorio de congéneres, qué felicidad insoñable.
Tenía momentos en que se sentía el epicentro del mundo, aún reprobables. Eran esos, en los que tropezaba con algún igual e intercambiaba relaciones de sociedad y efluvios. Entonces se dejaba llevar por los instintos atrasados, pese a los posibles pos convalecientes ataques de hacer borrón y cuenta nueva. Se pensaba tan distinto a los demás, tan especial, que caminaba mirando de lado a lado por verse reflejado en otros ojos, en otro parecido. Pero, su vulgaridad estaba tan encorchetada a su manera de ser y discurrir por los arrabales del arroyo que no era un ser de consideración, emanaba de sus actuaciones todas las miserias humanas.
Estaba obligado al sostén de la prole, una incomodidad para su libertad que le provocaba irritabilidad e inestabilidad existencial. La rutinaria tarea de todos los días lo deprimía pero todo ello lo sabía disimular con astuta maestría, había conseguido forjarse un carácter afable y distraído como si el límite entre la honestidad y la soberbia fuera el cinismo. Pobre y mísero escarabajo me ha tocado vivir, se decía así mismo.
Si golondrina hubiera querido la naturaleza crearlo lo habría hecho, pero ello no supondría que le fuera mucho mejor la existencia. En verdad, los animales no eligen su forma ni maneras, tan sólo se dejan llevar por el instinto, son irracionales, pero ellos si rigen sus movimientos y selección.
Por un momento se sintió ave, un pájaro multicolor alegre y avispado que se dejaba bendecir por el sol, mientras desplegaba las alas como enormes brazos en forma de cruz. Aquella superioridad inventada lo hacía crecer, sentirse libre lo endiosaba, y creer que los demás escarabajos lo aclamaban con veneración era su sueño.
Todas aquellas fantasías se aglutinaban en su vanidad como hormigas devorándolo. Estaba tan inmerso en sus sueños de grandeza sin tener presente por donde caminaba que poco a poco se hubo apartado del riachuelo.
Lo cierto era que el día se prestaba al paseo, un tiempo primaveral y espléndido para dejarse arrastrar por la absorbencia del repecho continuo al arroyo. Un mundo de vinagretas, amapolas y otras flores, se dibujaban en el instinto del escarabajo. Tenía la oportunidad de olerlas, tocarlas, incluso se podía permitir destruirlas sin prejuicios y sin remordimientos. Después volvería al cauce de donde hubo partido y todo quedaría atrás en el olvido. Su euforia por lo nuevo en la aventura lo condujo hasta una enorme flor blanca, moteados puntos negros como diminutas hormigas se plasmaban en los pétalos rectangulares. Esa flor era distinta a las conocidas, por su forma y olor se diferenciaba a las demás. Recorrían la blancura de la hoja sus delgadas patas negras y sucias, dejando unas holladuras de desorden y agravio que pedían clemencia.
Los vientos más ocultos se desataron en ira haciendo vibrar la equidad de la flor. Un golpe seco y brusco fue lo último que el escarabajo escuchó, al mismo instante en que su negro cuerpo se desparramaba aprisionado y deshecho por la ingenuidad de las hojas. Nunca adivinaría, o tal vez sí, que su imprudencia lo llevó hasta aquel trágico final. La flor no era tal flor, se trataba de un enorme libro de vivencias escritas por algún desafortunado y bohemio autor, que había plasmado sus desventuras amorosas, reales o ficticias en él, pero eso no importaba ahora, la triste realidad quedaba inerte y gélida dentro de aquel libro. El despreocupado paseante y supuesto propietario tomó el libro entre sus manos y colocándoselo bajo el brazo emprendió el regreso, meditando con regocijo en el sabor de la lectura, del escarabajo nada sabía, tampoco le importaba.
El agua continuaba discurriendo, sucia y torpe, abriéndose paso entre los inconvenientes del arroyo, indistintamente a la posibilidad del retorno.
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