LA SUERTE DE CELIA
Maria Dolores Villalbazo Nicosia , Chipre.
Farida227@hotmail.com
El ataúd estaba rodeado de flores y escoltado por cirios encendidos
en el salón de una casa de pocas habitaciones y paredes grises. La
mirada de Celia lo siguió cuando fue sacado por varios hombres,
mientras la tristeza la agobiaba como el calor de agosto.
El cortejo arrastró sus pasos hasta el cementerio cubierto de cruces
y de pocas criptas que se encontraba en las afueras de la pequeña
ciudad amurallada que se construyó en la antigüedad para defenderse
de las invasiones que llegaban por mar. En un principio sus
pobladores fueron pescadores, a quienes con el tiempo los rodeó la
pobreza al agotarse la pesca. Sus habitantes comenzaron a marcharse
a laborar a otras regiones y sólo el colorido y la música del lugar
animaba el espíritu de la gente del pueblo impidiéndoles morir
rápidamente de desesperanza.
Los familiares se dieron prisa en enterrar su muerto porque soplaba
viento de lluvia y ésta caía en tal abundancia que dejaba anegadas y
convertidas en lodo las calles de tierra color de fuego que al
secarse petrificaba lo que había llevado a su paso.
La adolescente arrojó él último puñado de tierra sobre el cadáver de
su hermano y le murmuró palabras que sólo ella escuchó.
El hombre murió victima de una gangrena que los santeros no pudieron
aliviar mientras los médicos se encontraban muy lejos de sus
posibilidades.
Celia se empleaba desde los trece años en una tienda de telas
propiedad de un inmigrado árabe, que en su juventud se dedicó a la
venta de casa en casa y que pudo hacer acrecentar su fortuna al
contraer nupcias con la hija de un paisano. El hombre le había
tomado gran afecto a la joven tan alegre que gustaba de cantar por
el almacén y ahora estaba enmudecida, derramando lágrimas provocando
que los géneros se encogieran y perdieran su colorido los
estampados. Preocupado, decidió hablar con ella y supo así de su
intención de marcharse a la Tierra de los Soles. Prometió ayudarla
bajo promesa de no llorar más, o terminaría arruinándole su negocio.
El comerciante tomó un papel humedecido por el llanto y le escribió
unas letras extrañas diciéndoles que sí partía y necesitaba ayuda la
buscara en esa dirección.
Celia se marchó con miedo en su piel, por momentos dudaba si debía
dejar a los suyos que tanto amaba. En su hogar se sentía querida y
protegida, pero su juventud la llamaba a emigrar para no ver morir
su familia y sus sueños. Además, no podía faltar a la promesa que
había hecho frente al ataúd de su hermano.
Se despidió de sus padres y recomendó a sus pequeños sobrinos
huérfanos que leyeran todos los libros que encontraran sin desechar
ninguno porque todos brindaban sabiduría y los ayudarían a ser
hombres justos y a entender el cosmos.
Cuando caminó por las extrañas calles bien trazadas de la Tierra de
los Soles un atardecer de otoño, Celia sintió congoja en su
interior. Llevaba unas cuantas monedas que su padre había guardado
en una media de invierno y que desanudó a su partida. El anciano se
las entregó con doble dolor en el pecho; partía su hija menor, y con
ella sus únicos ahorros…
Tenía hambre, caminaba sin saber a donde ir y la incertidumbre la
angustió más cuando miraba la indiferencia de las pocas personas que
transitaban. Se atrevió a detener a un transeúnte de piel muy pálida
y mostrar el papel que llevaba guardado en el bolsillo del pantalón.
El levantando apenas el índice, le mostró el camino a seguir.
Cuando llamó, una mujer abrió la puerta, leyó la arrugada hoja y la
hizo pasar. En la estancia se encontraban varias personas que le
sonrieron y besaron varias veces sus mejillas. La invitaron a
sentarse a la mesa y cenar con ellos, luego con señas, le indicaron
la salida. Sin entender lo sucedido deambuló por las calles
nuevamente encontrando al hombre de palidez enfermiza que la
reconoció y acercándose le habló en una lengua que ella no entendió.
Igual, Celia lo siguió y llegaron a un barrio de casas de colores
encendidos. Deteniéndose y llamando, en una de ellas apareció un
hombre muy alto, de piel oscura y poblada barba con un turbante en
la cabeza que los hizo entrar.
El piso era de madera oscura gastado por el tiempo y manchado de
mugre, las paredes de una blancura perdida y en el suelo había
almohadones distribuidos en círculo sobre una pequeña alfombra de
colores intensos. El olor a incienso y condimentos perfumaban el
ambiente dándole un extraño encanto al lugar.
Allí rentó un cuarto con una cama pequeña que ocupaba todo el
espacio y la noche no le fue suficiente a Celia para llorar su
inseguridad y sentir miedo por el más mínimo ruido o por los
crujidos de la madera que se distendía. En medio de la noche se
levantó entre tinieblas y vomitó mientras profería sus desgracias,
la dureza y la incertidumbre que sentía en aquel baño cubierto por
costras del olvido. Oyó tocar en la puerta y al abrir se encontró
frente al hombre del turbante que le traía una humeante taza con una
infusión color verdoso que al principio tomó en sorbitos para
registrar en sus sentidos el sabor.
Al día siguiente, con sus monedas en mano caminó unas pocas calles
en la nublada y fría mañana arropada en un gran saco de lana que el
hombre le obligó a ponerse antes de salir. Celia temblaba, no sólo
de frío, sino del desaliento que la envolvía, paralizándola. Se
encontraba ojerosa y sus labios secos no tenían color.
Por intuición pudo regresar a la casa y allí se encontró con Salim y
su inseparable turbante. El la esperaba y puso en su mano diminuta
una llave enorme que le hizo recordar los baúles de madera y latón,
de su abuela, recubiertos en su interior de papel estampado y que
ella gustaba de abrir y curiosear en ellos. Sus monedas casi
desaparecieron cuando tuvo que pagar el hospedaje y las comidas que
la enseñaron a eructar sin importunar el silencio.
Una mañana, de mejor ánimo, paso varias horas lavando las paredes de
la casa, la vieja bañera y el retrete hasta que casi recobraron el
color blanco. Cuando llegó Salim, se sorprendió y con una sonrisa
mostró su perfecta dentadura.
Ya sin dinero, en su deambular se detuvo frente a una vitrina en
donde una mujer vestía con encajes, cintas y perlas un maniquí calvo
al que terminó por colocar un extraño sombrero en forma de nido que
Celia imaginó que habían inmigrado las crías hacia lugares más
calientes dejando atrás solo la plumas de colores. El traje era
digno de una reina, sólo alguna podía vestirse tan extravagante
pensó la joven. La dueña de la tienda le sonrió y la invitó a
entrar. Su sorpresa fue grande cuando descubrió que se podía
comunicar, que hablaban la misma lengua. Durante varias semanas, con
la aguja e hilo entre sus dedos Celia cubría con perlas los trajes,
a veces hasta muy tarde en la noche. A su regreso le esperaba la
reconfortante sopa espesa y picante de Salim.
Cuando los trajes quedaron listos, la mujer de la tienda hizo
cuentas y calculó una paga injusta que entregó a Celia acompañada de
la amenaza de denunciarla por falta de papeles.
Por varios días la joven, se negó a comer y sólo quería tomar la
bebida caliente y verdosa mezclada con sus lágrimas. Nuevamente
volvió a salir en busca de trabajo, esta vez lo encontró en un
parador en donde ayudaba a la limpieza de la cocina, acompañada de
un cocinero cabizbajo que diariamente ingería grandes cantidades de
alcohol y hablaba de su infelicidad mientras ella, sin entender
palabra, lavaba copas y platos, metía la basura en bolsas y picaba
los ingredientes para los diferentes platillos que se preparaban
ahí. En más de una ocasión estuvo a punto de ser quemada cuando el
cocinero se sentía inspirado y arrojaba desde gran altura las salsas
sobre el sartén con aceite provocando que las llamas se levantaran
sobre el fogón que ella apagaba con un jergón sucio y humedecido. El
resto del personal estaba integrado por gente de diferentes regiones
que hablaban su propio dialecto y que como ella, habían llegado a la
Tierra de los Soles con la idea de encontrar un trabajo haciendo a
un lado su dignidad de hombres. Aceptaban poca paga y muchas horas
de trabajo con tal de poder enviar ayuda, mientras, ellos comían
frugalmente, compartían cuartos pequeños y dormían en el suelo y a
veces permanecían encerrados por temor a ser vistos y perseguidos
por las autoridades al no tener permiso de trabajo.
Cuando la joven recibió su paga se sintió muy contenta, ahora tenía
que resolver cómo mandar el dinero a los suyos; en aquel Reino, al
ser indocumentada ella no existía, así es que recurrió a Salim.
Un día se encontró con Sandra, una mujer de su pueblo, documentada,
que vivía desde hacia varios años en la Tierra de los Soles y le
puso en su mano una tarjeta con nombre y dirección y le ofreció su
ayuda, en caso de que la muchacha la necesitara. Celia se sintió
realmente feliz después de mucho tiempo y se soñó insertada en esa
sociedad extraña, indiferente y tan estricta con sus leyes.
Una tarde, cerca de su trabajo se encontró con un movimiento
inusual. Había cierto nerviosismo entre los transeúntes y muchos
comerciantes estaban fuera de sus negocios. Ella decidió no
acercarse, la policía llevaba detenidos a los trabajadores ilegales
del parador.
A su regreso a casa ni las infusiones ni las comidas condimentadas
pudieron devolverle la felicidad, volvía a la misma incertidumbre.
Fue entonces cuando recordó a su paisana y le llamó, segura de que
podría ayudarla. La mujer le dio esperanzas de que quizás los
patrones de la fábrica donde ella trabajaba pudieran emplearla.
Celia, contenta, comenzó a cantar las viejas canciones de su pueblo.
Días más tarde laboraba en un local muy amplio, con calefacción
junto a otras mujeres; pegaba botones a las blusas escolares. Su
rapidez y buena disposición para la tarea, junto con las largas
jornadas resultaron en que le dieron mejor pago que el acordado.
Ingenuamente, quiso compartir su alegría con Sandra, pero sólo
consiguió despertar en ella celos y deseo de dañarla. No tardó en
denunciarla a las autoridades y darles su domicilio.
La tarde era oscura y lluviosa cuando se presentó la policía a casa
de Salim preguntando por la ilegal que hospedaba y cuya presencia
negó él con firmeza. A su regreso, Celia encontró su valija lista y
su amigo consternado le explicó de la visita y de la necesidad
inmediata de ocultarse en otro lugar. La muchacha llamó a Sandra y
le contó lo sucedido, pidiéndole ayuda. Esta, fingiendo dolor le
dijo cuanto lo sentía solo que no podía tenerla en casa. El hombre
entonces llevó la joven a casa de familiares que la albergarían por
unos días y le recomendó no salir.
Al día siguiente temprano la policía se presentó a la fábrica y allí
le informaron que Celia tenía aquel día libre, pero que
probablemente estaría con su amiga, en la dirección que le
proporcionaron. Al tocar a la puerta les abrió uno de los huéspedes
indocumentados quien dio la alarma a gritos. La gente corrió
escaleras arriba, pero la fuerza del orden consiguió detenerlos a
todos, incluyendo a Sandra.
Salim intervino con los dueños de la fábrica y les expuso la difícil
situación de la chica, afortunadamente ellos también habían sido
extranjeros en esa tierra y en un arranque de bondad, tramitaron sus
documentos. Con el tiempo Celia pasó a ser una de las mejores
obreras de la fábrica de ropa, habló con fluidez el dialecto y
aprendió la ciencia de los números.
Enviaba dinero a su familia y dejó de ser la joven ingenua. Se cuidó
de exhibir su sentir, fingía creer, pero no confiaba en extraños,
aunque fueran paisanos. Aprendió a sobrevivir. Lo único que dejaba
salir espontáneamente de sí era su canto, que Salim festejaba con
deliciosas sopas.
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