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EL REENCUENTRO
Manuel Porcel.
mpl@alhaurin.com Alhaurin de
la Torre. España
Medianoche, inicio de la
madrugada. Parecía que la noche no terminaba, que el amanecer no
llegaba. Frío continental, su frío, el de su pueblo, el frío de toda
su vida, desde sus caminatas hacia la boca de la mina, cuando aún el
sol permanecía oculto, el bajar a las entrañas de la tierra, ese
traslado hacia la masa de material rojizo, ferroso, su sustento de
cada día. Sentía su frío habitual, pero por esta vez, esa sensación
iba acompañada de algo más, algo muy distinto y asombroso.
Llevaba varios días con lapsus de presencia y ausencia, estaba y no
estaba, parecía no estar pero si estaba, según sus fuerzas y
conveniencias. Los latidos de su corazón habían bajado, sin tomarse
el pulso lo sabía, la paz mental y la relajación física que sentía
le inquietaban. Días antes se había negado a ir más de médicos, no
llegaban a ninguna conclusión, siempre le encontraban bien, pero él
se sentía cada vez peor. No le dolía nada, había perdido fuerzas, le
costaba andar. Miraba a sus hijos y a su mujer con fijeza, con ojos
brillantes cristalinos, con ojos dulces. Ellos nunca supieron lo que
realmente pensaba de todo, tenía las ideas muy claras pero no las
podía manifestar. Había vivido en dos mundos consecutivos y muy
distintos, de los cuales le quedó unas muy queridas marcas: De su
primer matrimonio la muerte de su mujer y el legado de dos hijos de
muy corta edad, seis años de viudo que fueron una eternidad, un
segundo matrimonio de conveniencia con una prima hermana casi
solterona y una tercera hija.
Buscó el bien de sus hijos sobretodo. Es verdad que algo eligió para
sus segundas nupcias, porque a sus veintitantos años era buena
persona y no menos buen partido, tuvo muchas pretendientes.
Sentía y veía que abandonaba este mundo. Había sido tan bueno y tan
respetuoso que no quería molestar a nadie en esta despedida, ya
llevaba un tiempo casi despidiéndose y nunca se iba. Esta vez iba en
serio. Había escuchado el silbato de la máquina del tren de la
eternidad, estaba subido en él.
Pensó en su hijo, en su hija y en su última hija. Cada uno tenía sus
particularidades, a los tres los quería pero sí había una distinción
entre ellos. Sus dos primeros hijos siempre fueron distintos y los
quiso de forma especial, les recordaban constantemente a su primera
mujer, que fue su gran amor, la mujer de su vida. Su hijo tenía sus
facciones, sus andares, su simpatía para con la gente, incluso las
mismas rarezas que decían de él, pero esas rarezas se asumían
rápidamente por su comportamiento y no pasaba de ahí.
Inicialmente, su hijo, fue el que mas satisfacciones como padre le
produjo: Tenía mucho interés en que hiciese carrera, la hizo. No
estaba en sus planes que con catorce años empezara a trabajar en la
mina, a consumirse en el interior de la tierra. No, para él quería
lo mejor, ser un hombre preparado para una vida distinta. Lo
consiguió, y no con poco esfuerzo. Esfuerzo moral por estar ocho
años en un internado, sufriendo porque su hijo se estaba haciendo un
hombre y su juventud la vivió lejos de él, tan solo las cortas
vacaciones trimestrales. Para ambos, los años de estudios fueron
interminables.
Esfuerzo porque los recursos de un minero no podían soportar el
gasto de unos estudios en otras ciudades, esfuerzo que provocaba el
constante sacrificio de mantener viva una beca que duró los mismos
años, con la incertidumbre de que si fallaba tan solo un año se
verían truncadas todas las esperanzas de alcanzar la meta propuesta.
Su segunda hija: Era la perfecta imagen de su madre, su primera
mujer. Se lo dijo muchas veces, incluso delante de la madrastra. Con
su hija estaba loco. Nunca le dio una satisfacción estudiantil pero
formó una gran y estable familia. Se dedicó a su marido e hijos y
según sus mentalidades era una ama de casa perfecta.
Esa atención y dedicación a las personas de su entorno lo notó
siempre, sobretodo en los últimos tiempos en que le era más
necesaria por sus constantes recaídas, pero siempre allí estaba
ella. Cuando la ambulancia le trasladaba del pueblo a la capital, a
su llegada, siempre estaba ella esperando en urgencias, con el mismo
buen ánimo y no distinta cara de preocupación. Era tanto o más que
su mujer, era una hija que quería mucho a su padre.
La tercera hija, fruto de su segundo matrimonio, no aportó nada
positivo a núcleo familiar. La evidencia de unos apellidos distintos
evidenciaban también lo distinto que era su comportamiento y
sentimientos. No tenía nada que ver con el trío inicial, su genética
no había copiado nada, ni bueno ni malo, de los más mayores, pero
sí, su carácter y forma de ser había sido un clon de las
características de su madre, la madrastra de los otros dos.
No presentaba ni un gesto de dulzura, de preocupación, de interés,
nada de nada. Era egoísta, total ausencia de bondad y bastante
mezquina.
Como ni tan siquiera tenía apego a su madre, sí utilizó de sus
artimañas y la complicidad de la madre para crear un muro de
separación entre padre e hijo. Muro que a los ojos de todos existía
pero que entre padre e hijo, entre ellos dos, no lo había. Frente a
los demás existía porque el padre, políticamente, debía de hacerlo
creer, porque dormía todas las noches con su mujer, con la madre de
su tercera hija y con la madrastra de sus otros dos.
Cuando padre e hijo se miraban, se hablaban, se confidenciaban, no
había tal muro, tal vez un cristal a través del cual se ve y se
transmite casi todo pero que había que mantenerlo por necesidades
del guión. El hijo, jamás perdonó ni perdonará esos años perdidos
alejado de su padre. No se pueden recuperar.
Tímidamente llamó a su mujer, lo hizo varias veces. Entre su falta
de energía y el sueño profundo de ésta, que siempre se quejaba de
que no pegaba ojo por la noche por atenderlo, le costó despertarla.
Con un mal gesto como de desidia y por costumbre, contestó a su
requerimiento. Él quería despedirse de ella, pero por la
contestación que le dio tuvo que cambiar de motivo: ¿Me puedes dar
un vaso de leche?. Son las tres de la mañana, ¿ahora quieres leche?.
No pudo decirle que no iba el asunto de leche, pero cerró los ojos y
afirmó.
Volvió de mala gana con el vaso de leche, este hombre tan solo lo
probó y le pidió que lo dejara en la mesita. ¿Para probarlo me has
hecho que me levante?.
No se dio por aludido, tan solo quiso llamar su atención, tan solo
despedirse y decir unas últimas palabras. ¿Dónde están mis hijos?.
Pues dónde van a estar, cada uno en su casa. ¿Cuándo han venido por
aquí?. ¿Esto son horas de preguntarme por tus hijos?. Anda duérmete
que mañana será otro día.
Calló. Lo había intentado pero no encontraba a nadie para despedirlo
en la estación, quería despedirse de todo lo que había querido y
amado pero, partió solo, murió solo.
Quedó en silencio, miraba al techo. Sus ojos se abrieron más de lo
habitual, seguía cristalinos, su cara palidecía, su respiración se
entrecortaba, sus labios dibujaron una leve sonrisa: ¿Qué quiso
legar con esa sonrisa?. ¿De qué estaba cansado?. ¿Qué no había
comprendido?. ¿De quién estaba cansado?. ¿Qué secretos se llevaba
que pertenecían a la vida sus hijos?. Nunca lo sabrán, su padre
hablaba con la expresión de su cara, sobraban las palabras.
Empezó a no pesarle el cuerpo, no sentía ni malestar ni el más
mínimo dolor, se sentía ágil como una pluma, suelto, sin ataduras.
Un momento de oscuridad, no le asustó, ¿la mina?, no el camino hacia
la eternidad.
Aún no amanecía en la tierra pero ya apreciaba cierto resplandor al
fondo. Volvió la vista atrás y observó su cuerpo inerte en su cama
de toda la vida, no era un espejo, era su sufrido cuerpo que volvía
al polvo de donde procedía. Lo iba comprendiendo todo.
Rodeado de tanta oscuridad orienta su destino, no ya su cuerpo o sus
ojos que quedaron en la tierra, su alma, hacia el origen de la
claridad. Cada vez es más intensa, cada vez está más lejos de su
cuerpo. Aquí no hay nada, tan solo una gran paz, un gran sosiego,
una gran felicidad.
Al principio del gran túnel de luz empieza a captar sensaciones de
seres queridos, seres conocidos, no hay nadie extraño. Si tan
inconmensurable es la eternidad y la gran caridad de almas que debe
haber aquí, ¿porqué las conozco a todas?. Pensó.
Encontró su propia respuesta: Mundos superpuestos, coexistentes,
particularizados a personas e historias concretas, multimundos,
almas presentes en uno y coexistentes en otros, otros mundos, otras
personas. Para ser feliz en este infinito basta con que existas con
las personas que quisiste y que te hicieron feliz, el resto no
importa. No existe el fin de la eternidad, así que os mantendréis
juntos hasta el fin de los tiempos. Los que sientes ahora son los
que te han estado esperando, ahora empieza a esperar tú a los que
dejaste allí, ni abajo ni arriba, en el mundo físico simplemente.
Vigila y ayuda a los tuyos, tienes capacidad de influencia sobre sus
actos, pero las decisiones finales son solo de ellos, son órdenes
directas del Creador o de la Constitución de la Eternidad.
Se sentía a la altura de un dios, todos eran dioses. ¿Único Dios
verdadero...?, ¿qué significaba esa frase terrenal en el nuevo
contexto de su vida eterna?. Ni había un creador ni un único dios,
todos creadores y dioses. Imagen y semejanza: No había imagen, y por
tanto ausencia de semejanza.
Tampoco era la primera vez que volvía a sus principios sin fin,
había completado un ciclo físico de su paso por la tierra, esa
tierra donde permanecen por corto tiempo los que se atreven a
desafiar la todopoderosa eternidad y que algunos llamaron infierno,
pero sin llamas, tan solo el lastre de llevar un medio físico como
soporte a este instante de vida terrenal.
No tenía sentido su anterior vida terrenal, debía ser un error, pero
no, en esas latitudes no hay errores, todo es perfecto, entonces,
¿qué era la vida terrenal?.
Entre las infinitas sensaciones de infinitas presencias de ánimas
encontró a su mujer, el encuentro por el que esperó cincuenta años,
pero mereció la pena. Captó su belleza de veintiséis años, cuando la
perdió. Sintió vergüenza de presentarse ante ella con sus setenta y
cuatro años, un anciano junto a una jovenzuela, pero agraciado
error, ella lo veía, lo captaba con sus veintinueve años de cuando
lo dejó.
Eso mismo pensó cuando vio a sus suegra: Era mucho más joven que él.
Hacía veinticinco años de su muerte física, para él, en aquellos
años era ya “vieja” pero ahora él la superaba con su setentona de
años, pero de nuevo él permanecía en la imagen de su suegra con sus
cincuenta y algo de años.
Su amigo Manuel, aquel compañero de la mina, aquel amigo de juergas,
aquél que le ayudó a superar su viudedad, aquél, su gran amigo de
toda su vida.
Murió joven. Terminada la jornada laboral en las entrañas de la
mina, en el pozo San Pablo salían entornando los ojos ante la
ceguera de la claridad de la boca del túnel. A Manuel se le
desabrochó una bota, se rezagó para amarrarla y aún estando agachado
una gran laja de la galería lo dejó atrapado y enterrado.
Escarbó con sus manos, con su casco de baquelita, con todo lo que
halló cerca. El fin de la llama de su lámpara de carburo al apagarse
certificó la muerte de su amigo Manuel. Ya en el exterior se miró
las manos húmedas, mezcla de sangre y tierra ocre del mineral
ferroso cuya extracción había dejado tantas vidas en las galerías.
Allí estaba Manuel, con su inseparable boina y su antiguo y sobado
traje de pana.
Allí estaba aquél ingeniero gordo, Don Alfonso, que le obligó a
meterse en un tajo que se le vino encima y quedó enterrado unas
horas bajo la carcasa de su máquina. Lo había mandado dos veces a
casa sin empleo y sueldo por negarse a tal labor por peligrosidad,
pero al tercer día hubo de hacerlo por defender el pan de sus hijos.
El ingeniero desapareció de aquella mina, pero le juró que más
pronto o más tarde lo encontraría. Allí estaban, juntos para la
eternidad.
Su padre, su madre, su hermano, algún sobrino, muchos conocidos,
allí estaban todos, para siempre.
Es verdad y lo que más le asombraba de estar con todos es que
existía para cada uno y cada uno para con él con la misma edad
terrenal con que se despidieron. Dejó de preocuparle sus años porque
al no existir lo físico, la edad era un asunto de concepto. Aún le
quedaba otra duda extraña: Él los sentía, los veía a todos a la vez,
pero, ¿y entre ellos?, ¿se veían?. Daba igual, con cada uno tuvo sus
vivencias, tenía todo el tiempo del ....para volver a hacerlo.
La tierra, el mundo. Se volvió rápidamente hacia el túnel que le
había conducido hasta allí. En aquella otra dirección no había más
que oscuridad, ¿tan terrible era lo que había dejado atrás?. No, no
era tan terrible, era simplemente limitado y humano, era otro mundo,
era otra vida.
Aún se aferraba a los seres queridos que había dejado atrás, a todos
aquellos que había dejado en el anden del tren de la eternidad, a
aquellos a los que dedicó su vida, a aquellos por los sufrió y fue
feliz, a aquellos, sus hijos, a aquellos hermanos, a aquellos
vecinos, a todos los que de una forma u otra le ayudaron a
sobrellevar ese corto instante que fue su vida terrenal, a todos
aquellos que creyeron que detrás de todas aquellas miserias habría
algo superior, algo como premio a su buen hacer, algo como premio a
los que no creyeron pero fueron rectos y justos en su vida, a los
que sin pensar en lo larga que puede ser la eternidad hicieron lo
que pudieron por ser claros y honestos, a los que murieron nada más
llegar sin saber porqué regresaban tan pronto, a los que
irremisiblemente estaban equivocados, pero al final del todo habría
alguien, algo, que les perdonaría sus desmadres y abusos en la
tierra. Todo el mundo obtiene su perdón, en la tierra no fueron
libres, la esquizofrenia, la criminalidad, el odio, las enfermedades
mentales, todo eso no lo eligieron ellos, vinieron con su propio
equipaje.
Manuel Porcel
27-06-05
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