Un cuento para cada día Alhaurín de la Torre, 8 de febrero de 2003
Mi tío Jocke
Pedro Sanz Covaleda (Soria) España
psanz1@pie.xtec.es"¡Macaco luán, sipote, sacriduman!..." Un alboroto de voces venía de la parte trasera de la casa. Y al rato: "¡Sacriduman, sipote, macaco!"
Mi madre desde la cocina:
- ¿Pero se puede saber quién anda dando esos gritos en el patio?
Mi padre para tranquilizarla le voceaba desde el taller donde andaba trajinando en unos motores:
- Déjalo, es tu tío Jocke que viene otra vez como una cuba y ya sabes lo que pasa...
¡Sacriduman, sipote...! y seguía el rosario de insultos que se oían desde una legua a la redonda, diciéndole a mi padre todo tipo de barbaridades en una jerga que sólo él entendía, porque le había dado la monomanía de hacerlo cuando venía con una botella de más.
Mi padre no se lo tenía en cuenta y nos solía decir: "vuestro tío es un pedazo de pan, pero cuando bebe no hay manera de hacerle callar. Lo malo es que insulta a todo el mundo. Yo no le hago ni caso, pero el otro día tuve que ir a sacarlo de la cárcel porque estaba poniendo verde a un guardia ..., y claro, dio con sus huesos en la trena. Cuando bebe no hay quien le tape la boca. ¡Qué calamidad!".
Mi tío Jocke era, en efecto, una persona maravillosa si le perdonamos esos paréntesis de alcohol que le servían como válvula de escape a una vida de mucho trabajo y pocas alegrías aunque, a decir verdad, mi padre le ayudaba en todo cuanto se dejaba ayudar, que era en contadas ocasiones. Tenía su orgullo y no era fácil domeñarlo.
- Señor Lontxo tengo taraya rota y no puedo pescar...
- Vale, no te preocupes, Jocke. Toma.
Y le daba unos billetes para que fuera a comprar lo necesario para arreglar sus artes de pesca.
- ¡Y que no te vea que lo gastas en ginebra! -añadía, aunque a veces con poco éxito.
- Sí, Señor Lontxo, sí. Nada de ginebra, sólo coñá, je, je, je.
Y se iba riendo como un niño travieso después de haber tomado el pelo a mi padre que se quedaba con los brazos en jarras como diciendo para sí mismo: "Este Jocke no tiene remedio..."
Normalmente le obedecía y empleaba el dinero en reparar su red, porque él era pescador. Seguía la tradición de los pueblos costeros de Guinea en los que los varones se cuidaban de la pesca diaria.
Su padre, el viejo Boriló, le había adiestrado en el manejo del cayuco y enseñado los trucos para lanzar con habilidad la taraya y cobrar hermosas piezas de pescado. Y como era listo y trabajador como él solo, pronto se lanzó por su cuenta a la tarea pesquera que le producía un sueldo miserable, aunque digno. De aquí que mi padre le perdonara el que alguna vez se le fuera la mano y la boca en la botella y en los insultos.
- Señor Lontxo, hoy traigo besugo. Besugo cojonudo. No merlusa como ayer... (aludiendo a su última curda), je, je, je -y se reía con esa boca maldiciente que hoy traía rebosante de alegría.
- Muy bien Jocke, ¿ves?, hoy sí que te has ganado el sueldo. ¡Anda, calamidad, que ayer me pusiste bueno...! Un día te voy a calentar. Llévaselo a tu sobrina corre, y que te lo pague. ¡Ah, y que te dé algo de comer!
- Je, je, je. Tú no calientas a Jocke. Je, je, je, yo más fuerte que tú... -se reía él contento como un niño con zapatos nuevos mientras marchaba acariciando las escamas plateadas del pescado.
Jocke era generoso con todos nosotros y por eso le queríamos bien. Cuando, por la razón que fuera, no salía a la mar y se dejaba caer por nuestra casa, siempre mi madre la daba algo para comer que él tomaba para cocinarlo a su gusto: normalmente con mucho picante.
Quien no le tenía ninguna simpatía era un pato enorme que andaba suelto por la casa, que se había adueñado de la entrada y la guardaba mejor que un mastín del Pirineo. Le llamábamos "el pato loco" porque se ponía como una fiera cuando veía a algún desconocido que se acercaba a la verja de la entrada. Cuando oíamos sus graznidos o los gritos de algún desaprensivo que huía despavorido pidiendo auxilio, decíamos: "Vaya, ya está . El "pato loco" que ataca de nuevo..." Y no fallaba: era él.
Jocke no era una excepción a las iras del animal. Cuando no se percataba de su presencia, el pato surgía de improviso en posición de combate, lo que hacía que el pobre hombre saliera de estampida gritando:
- ¡Señor Lontxo, señor Lontxo, el pato, que me mata!
Y mi padre partiéndose de risa nos decía:
- Mirad a ver ese pato que va a matar a Jocke...
Y entonces nos tocaba salir corriendo blandiendo en el aire un zapatilla, que era el instrumento de castigo más temido por el pato, el cual entre aspavientos de alas, graznidos y la cabeza en ristre como mascarón de proa, huía despavorido a refugiarse debajo de unas matas de ibiscus que adornaban la entrada de la casa.
Todos nos inclinábamos a pensar que si el pato quería mal a Jocke, a pesar de lo bueno que él era con los animales y la de veces que había estado en casa, era porque seguramente en uno de sus delirios ginebrinos tal vez un día intentó deshacerse de él definitivamente retorciéndole el pescuezo, y desde ese día el pato no le perdonaba que se aproximara por la casa. Evidentemente, era un gesto defensivo por parte del animal y no una mala querencia.
Los sentimientos de Jocke hacia el resto de los mortales se repartían según sus estados de humor. Podía pasar de ser un excelente compañero a un egoísta consumado. Así, un día que Jocke no fue a pescar como consecuencia de una resaca más que razonable, se dejó caer por casa y mi madre le dio, como era habitual, pescado para que se hiciera la comida a su gusto. Venía a casa un chico negro, Luis, el boy que nos ayudaba en las tareas domésticas, que hacía los recados y que, además, era un buen muchacho. Mi madre le tenía confianza y de vez en cuando le daba comida para que la llevara a su casa, aparte de su salario. Aquel día mi madre aprovechando la coyuntura y para no hacerle un desaire le dijo a Jocke:
- Invita también a Luis a comer. Hay pescado de sobra para los dos.
- Vale -dijo Jocke secamente, torciendo el gesto en un tono de circunstancias -. Que venga cuando quiera...
Aquello más que una invitación a comer era un desafío.
Pasó la tarde en un trajín de hormigas, llegada de nubarrones e indicios de tormenta. Allí, cuando viene la época húmeda, las lluvias son frecuentes y torrenciales. Las primeras que avisan de que se avecina una tormenta son las hormigas que huyen despavoridas a refugiarse en los bajos de las viviendas por miedo a las inundaciones. Este barómetro animal no falla: si hay ajetreo de hormigas, la tormenta está próxima. Y así fue.
Mi madre se había olvidado de los dos comensales en la seguridad de que habrían comido en paz y buena armonía. Pero cuando al caer las primeras gotas tuvo que ir a recoger la ropa que Luis había tendido detrás de la casa, cuál no sería su sorpresa al ver al pobre chaval cariacontecido mordisqueando un mendrugo de pan, sentado en un rincón del zaguán.
- ¿Qué haces ahí comiendo pan a estas horas con esa cara de entierro?
- Porque tengo hambre -respondió el boy.
- ¿Qué pasa, no has comido con Jocke? Yo le dije que te invitara. Había comida para los dos.
- Sí, claro. Comida sí había. Invitar sí invitó, pero sopa muy picante que quemaba la barriga. La hizo picante para que yo no coma, el sacriduman.
Mi madre no pudo por menos de reírse para sus adentros al ver las astucias del pícaro Jocke que estaba allá, tumbado, durmiendo la siesta bajo un mango con un vientre tenso, bien repleto de sopa de pescado y pepe, sin miedo a rayos y tormentas que cayeran pues empezaba a llover...
Así era mi tío Jocke.
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