Un cuento para cada día    Alhaurín de la Torre, 10 de enero de 2003


El Fin

Marcelo Cordoba. Cordoba. Argentina. marcecba@arnet.com.ar.

Muy triste fue un momento de esa última semana del año 1875, en el que el esforzado acuerdo que se había logrado entre civilización y barbarie se desplomó implacablemente. Llegó a manos de Catriel un mensaje que le revelaría la verdadera magnitud del proyecto del doctor. Lo que los blancos tratarían de lograr era la ocupación de todas las tierras hasta el Río Negro. Esto era inconcebible para sus pueblos. A ellos podían acusarlos de salvajes, bárbaros o paganos, pero lo que habían hecho el doctor y sus coroneles era peor que cualquiera de sus pecados: los habían engañado y eso era una traición. De esta manera, se iniciaba la intriga que serviría de merecida respuesta a los proyectos de aquel doctor. Las tribus de Catriel se pronunciaron en contra del acuerdo firmado con Alsina y eso no fue más que el prolegómeno del desastre.

Pasó una de esas mañanas de diciembre en las que el alba surge presurosa y precoz, y el sol implacable anuncia la canícula del día. El doctor se encontraba en el Azul y se había levantado temprano para hacerse cargo de los detalles finales antes del inicio del avance. En eso estaba cuando sintió el grave temblor de la tierra que arreciaba con cada segundo. Y esa gravedad le llegaba al alma al doctor, porque era como el síntoma que se sabe de una enfermedad terrible, incurable. Se levantó de un salto y enjundiosamente corrió hacia fuera (pero por dentro iba abatido); y así pudo ver la inmensa polvareda que se levan- taba allí donde el horizonte se une con el cielo. Ante semejante estímulo visual el doctor volvió a entrar al casco de la estancia y con gran decisión y apremio se puso el uniforme (aunque quizá, lo que verdaderamente quería hacer fuera postrarse en el catre y llorar). Cuando estuvo en condiciones de volver a salir vio que los coroneles Levalle y Villegas ya estaban alistando a la tropa. También pudo ver como aquella turba de herejes a caballo avanzaba sin tregua; y así, sin tregua ni cuartel sería el combate. Y era para condolerse por esos crispados muchachos cuando sus caras se llenaron de un pavor que no era más que el simétrico reflejo del clamor que llenaba el aire. Nunca el país había visto algo semejante, y aquella postrer demostración de fuerza de los salvajes sería llamada por la historia: gran invasión, menos por ser la última que por ser la más terrible.

Denuedo y heroísmo no les faltó a los bisoños guardias, pero qué se podía hacer ante una movilización que multiplicaba varias veces los 1000 integrantes que tenía esa guarnición. El doctor Alsina era un hombre de letras que había experimentado el horror ante los cruentos relatos de las atrocidades

de la mazorca, pero el horror que viviría esa jornada era uno mucho peor, porque era horror que entraba por los ojos, no por las orejas. El pueblo parecía ser el objetivo de los bárbaros, así que al pueblo la tropa se dirigió. Estupor, no aire, era lo que se respiraba en ese villorrio ante el inminente malón.

Finalmente, la estampida llegó y la defensa poco pudo hacer ante las atrocidades de los indios. El doctor no pudo más que observar....y pensar. Al doctor no le faltaba valor para luchar, pero sus pensamientos eran demasiado abrumadores. Y mientras pensaba no escuchaba nada, simplemente veía las crueles imágenes con una nitidez insoportable. Veía a los hombres corriendo y a las mujeres gritando y a los niños llorando, pero no corrían, ni gritaban, ni lloraban como nos lo muestra el ojo, sino que lo hacían todo lentamente, como si estuvieran abajo del agua; y esto lo hacía ver todo más grotesco, y más ridículo, y más sin sentido. Vio a un soldado que disparaba desesperadamente contra un indio que corría hacía él esgrimiendo su lanza, el soldado falló todos sus intentos hasta que finalmente acertó un tiro en la frente del indio, como él le había ordenado (como si lo hubiera dicho en serio, angustiosamente pensó el doctor). Pero los sesos del indio salpicaron la espalda yerma de otro que estaba como distraído; el indio sintió el calor viscoso de su compañero y se dio vuelta. El infeliz soldado no pudo comprender que se había quedado sin balas antes de que el indio lo decapitara de un insolente hachazo. También vio a un hombre postrado, con la cara deformada por los golpes, y los surcos de sangre, lágrimas y mocos, sobre la espalda del hombre había un indio arrodillado que reía mientras observaba a otro violar a una mujer que era la hija, o la hermana, o la esposa (no importaba) del hombre. Después vio a un niño que era llevado a rastras por un indio petiso que tenía una mirada torva. El niño lloraba desconsolado pero no porque el petiso le hiciera daño, sino porque veía como uno que estaba desnudo, degollaba a su padre. Entonces al doctor lo cubrió un velo de melancolía y recordó las lágrimas de su padre en el Senado mientras lo proclamaba vicepresidente de la Nación. Y en ese momento lo comprendió todo, esa invasión era irreal, no porque no estuviera ocurriendo, sino porque no era más que un símbolo de la crueldad que aún quedaba en el país. Y supo que ni aunque viviera tres vidas él podría acabar con eso. El doctor todavía era joven pero en ese momento supo que el fin se acercaba, y decidió que cuando llegara, lo recibiría sin oponer resistencia.


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