Un cuento para cada día
   Alhaurín de la Torre, Málaga, Andalucía,  22 de marzo de 2003

La pobre Clara 

Maria Dolores Villalbazo  Nicosia, Chipre  farida227@hotmail.com  

Clara, de mediana edad conservaba la figura menuda de una joven. Estaba siempre atenta a las indicaciones de sus jefes y orgullosa, pensaba que formaba parte del grupo de los indispensables. No perdía nunca su amabilidad ni sonrisa y creía que sin ella la compañía no podría funcionar.Su oficina contaba con  buena iluminación, aire acondicionado calefacción y un estante de libros que nunca leía. Se sentaba en una silla giratoria ante un amplio escritorio con ordenador e impresora y contaba con dos líneas telefónicas.  

La atractiva mujer tenía un grupo de amigas con el que se reunía a menudo y a quienes relataba los pormenores de sus días. Hablaba de cómo, con su ayuda marchaban bien los proyectos  y las mujeres  la escuchaban atentas, pero cuando cambiaban de  tema, Clara  se echaba a roncar porque pocos intereses tenía, fuera de los propios. 

Otras veces el tema era su belleza, cómo  los hombres quedaban deslumbrados cuando la conocían y halagaban  sus piernas, su cuerpo, sus ojos de esmeralda y su personalidad de distinguida señora. Cuando las mujeres se cansaban de escucharle, hablaban de otras cosas para que Clara durmiera feliz. 

Su hogar  era confortable. Se había divorciado años atrás y tenía una buena cantidad de dinero guardada. Dedicaba su tiempo libre a revisar sus cuentas que mantenía en orden y al deleite de contemplar su despensa siempre surtida y las dos neveras  llenas de carnes. Revisaba las carteras que había usado durante la semana y juntaba las monedas para cambiarlas más tarde en el banco. Desde joven le preocupó el dinero casi hasta la obsesión. Sin él se sentía insegura, sobre todo ahora que pasaba de los cincuenta. Temía a una vejez pobre. 

Si iba de paseo con las amigas, gastaba apenas lo necesario, aduciendo su estrechez económica, pero, en  un gesto espontáneo que sorprendía  hasta a ella misma, invitaba; recordándoles que lo hacía porque las quería.

Sin embargo, si pasaba ante una vitrina y veía un costoso traje, se lo compraba sin vacilar para darse el gusto y después de justificarse mil veces con un “lo merezco”. 

Su grupo estaba integrado por mujeres tanto maduras como jóvenes que salían a tomar una copa y a bailar. Clara siempre encontraba pareja a quien invariablemente creía haber enamorado locamente y de quien hacía su nuevo tema de conversación. Las mujeres  escuchaban sin poner mucha atención  a sus repetitivas historias en las que ella  era siempre la heroína y se preguntaban cuánto habría de fantasía... Varias veces habían descubierto  mentiras. 

La mujer era infeliz. Tenía verdaderas malas rachas anímicas que la hacían llorar  largamente por las noches y sentirse que no era apreciada y amada. A este estado seguía una repentina euforia en la que cambiaba el arreglo de su cabello, compraba adornos para su casa y llamaba por teléfono a las amigas varias veces al día para decirles cuán bien se sentía. 

Con el tiempo, Clara intuyó que algo no marchaba bien en la compañía. Las empleadas más jóvenes la miraban extrañas y le sonreían con ironía. Sus líneas de teléfono se dañaban por días y días y ya los jefes no la consultaban. Le hablaba a las amigas de lo que sucedia; sin duda, la envidiaban. 

De repente, una de las del grupo perdió su trabajo, se encontró sin dinero para comprar alimentos y le pidió a Clara algo de su despensa. Después de laboriosa búsqueda, tropezó con una lata de atún en conserva que  llevó a Jobina. Desde ese momento su amiga dejó de quererla y deseó que se arrugara y se secara como fruta. 

Justo cuando Clara cumplió cincuenta y dos años, la empresa la despidió.

Sólo una de las amigas del grupo fue a desearle felicidades y buena suerte...


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