Una historia cada día, un cuento cada semana
   Alhaurín de la Torre, Málaga, Andalucía,   miércoles 24 de diciembre de 2003
 

¡BON VOYAGE!

Alfonso Bayard. Barcelona. bayard@arrakis.es

Justo antes de entrar en el coche me quedé paralizado al descubrir que un considerable lamparón rompía la uniformidad del asiento trasero. Estaba tapizado con una tela gofrada beige, delicadísima, de la que me ocupaba con esmero para que se mantuviese siempre en perfecto estado de revista. La limpieza y operatividad de los componentes de aquel ciento veintisiete me obsesionaba, y algo tan visible como aquella mancha era, para mí, algo inadmisible.

Un sol enloquecido se revolcaba sobre el área de descanso de la autopista Barcelona-París, a unos 45 km. de “Auxerre”, en un viernes de primeros de septiembre, y el pic-nic, grasiento y abundante, prometía una digestión dificultosa.

Me senté junto al lamparón sin poder articular palabra. Sentadas delante mío las observaba con ojo clínico, intentando averiguar cual de las dos podía ser responsable de semejante estropicio. Mientras me devanaba los sesos las puertas se cerraron y emprendimos de nuevo la marcha.

Carmen, de movimientos desordenados, desproporción y asimetría en las facciones y una ridícula melenita a lo Doris Day, hacía de copiloto. Las piernas le tocaban al tablier y su pelucón, totalmente exento del apoyo del reposacabezas, bailaba al son de los vaivenes del coche.

Al otro lado, conduciendo, madre, con su “glamour” de postal, sus rizos permanentados, su imperturbable sonrisa, y el siempre fresco maquillaje realzando o diluyendo los angulosos perfiles de su cara.

Trabajaban juntas en una prestigiosa “matalasserie”, una especie de “boutique” del sueño propiedad de un amigo común, y nos dirigíamos a París con motivo de la feria anual de decoración y estilismo “Maison et objet” que cerraba sus puertas el domingo de ese mismo fin de semana. Yo estaba allí sentado como recompensa a mis esfuerzos por tratar de remontar en el cursillo de verano un año escolar apocalíptico. Tenía catorce años, estaba aburrido y gordo, siempre de mal humor, el curso que se me iba en globo y con tremendo estrés por la espera de resultados. Eso sí, la inquietud por limpiar el asiento me venía de perlas para disipar la angustia escolar.

- ¡Pásame los libros del coche! -le dije a madre en tono castrense.

Esperó unos segundos, y sin mover los ojos del asfalto empezó a remover la pequeña bandeja bajo el volante.

- ¡Pitusa por Dios, que haces!. ¿No has visto que ese por poco nos come?.
- ¡¿Qué buscas?!.

- ¡¡Ay Carmen no seas pesada!!. ¡Ya lo he visto!. Estoy buscando los papeles del coche.

- ¡Ay hija, perdona!.

- Toma. -Y doblando el brazo por detrás del asiento, me los pasó.

Como un poseso acudí al índice en busca del capítulo de entretenimiento. La única sección del capítulo dedicada a los cuidados del habitáculo decía textualmente:

“El polvo y las partículas sueltas que se acumulan en los tejidos interiores deben eliminarse con frecuencia con una aspiradora o un cepillo blando. Limpie el vinilo o la piel con un trapo limpio y húmedo. Las manchas y motas normales pueden limpiarse con productos de limpieza.”

- ¡Vaya mierda de manual! -farfullé.

Madre me miró por el retrovisor.

- Te vas a marear.

- Es que hay una mancha en la tapicería y quiero ver como se limpia.

- ¿No sabrás como se ha hecho, verdad?.

- No sé, ni idea -contestó despreocupada-. Sácame la boina del bolso
-continuó-. Viene un peaje.

Le pasé la boina. Era un monedero, una vieja y abultada boina de tela escocesa azul y roja con una borla sintética en el centro y el cierre ya vencido.

Cerré el manual del usuario y miré por la ventanilla. Íbamos lentos. Los otros coches nos adelantaban pero a mi no me importaba porque podía ver modelos que en España no existían y porque además podíamos ir con las ventanas algo bajadas, lo cual permitía que la brisa mitigase en algo el calor de la tarde y mi creciente sopor.

Me quedé embobado con la línea discontinua de la autopista. Solía contar las rayas que pasaban y pensar que por ejemplo al llegar a mil, un fantástico suceso iba a ocurrir. Ese tipo de juegos me gustaba, como el del ascensor, que si no podía contar hasta cien antes de que llegara al rellano me condenaría al fuego eterno o, en el peor de los casos, moriría...

Cuando desperté la tarde languidecía. Es una mala hora para conducir, ya que no queda suficiente luz para ver con claridad, pero si la hay para que los faros resulten del todo inútiles. De todas maneras y por precaución le dije a madre que los encendiera. Se le notaba cansada de conducir y de aguantar a Carmen, que no paraba de llamar la atención sin motivo, que dormía cuando no tenía que dormir y que hablaba sin dejar hablar, avasallando, con sus recuerdos, reflexiones y sentencias expuestos siempre a voz en grito, con esa seguridad y altanería de las tan mal denominadas personas de carácter fuerte.

- ¡Hay Pitusa, Pitusa, qué ilusión!. ¡Parííís! -exclamó Carmen-. Se giró hacia mi con expresión de payaso y dijo:

- ¡¡Qué suerte tienes al tener una madre que te lleve a París!!.

Yo no sabía exactamente que quería decir con eso, pero haciendo gala de una educación exquisita, incliné la cabeza y le devolví una ensayadísima sonrisa de compromiso.

Sin necesidad de moverse un milímetro, su brazo alcanzó la guantera. Cogió el mapa y empezó a desplegarlo entre aspavientos y refunfuños. Después de voltearlo, arrugarlo, replegarlo al revés y convertirlo por fin en una boñiga, localizó el mapa parcial de los accesos a la ciudad y se concentró en estudiar la manera más rápida de llegar a nuestro destino.

Se trataba de localizar la “Porte Dauphine”, al parecer, el acceso idóneo para llegar a la “Rue de Bièvre”, en donde se encontraba uno de los apartamentos de Pura, que al ser amigas desde el colegio “Jesús y María”, nos lo cedía amablemente durante nuestra estancia en la ciudad. La búsqueda no fue fácil. Carmen veía más bien mal, sus gafas de lectura estaban mal graduadas y dentro del coche la luz interior titilaba. Agotada, dejó de buscar.

Por fin, un tramo de autopista iluminada le permitió continuar con sus pesquisas. Demasiado tarde. Sin saberlo nos encontrábamos en el cinturón de circunvalación a la ciudad y un panel en el que se podía leer “Porte Dophine” pasó ante nosotros como una exhalación. En un tenso silencio y con el pedal del acelerador incrustado en la moqueta dejamos atrás otros ventinueve accesos hasta llegar de nuevo al que nos habíamos pasado.

- ¡Uy Pitusa frena un poco que me parece que esa es la “Porte Dophine”.

- ¿Tú lees lo que pone? -me preguntó madre.

- Sí. Si que lo es. -confirmé.

Con el ceño algo fruncido respiró profundamente, accionó el intermitente, redujo la marcha y nos introdujo por la salida que desemboca en la “Place Charles de Gaulle”, donde se yergue el espléndido “Arc de Triomphe”, que para nosotros, perfectamente iluminado, se mostraba como una aparición.

Después de dieciocho horas y veinte minutos, estábamos en París.

Para tomar los “Champs Elyses” teníamos que voltear la plaza entera y situarnos en el carril derecho, así que Carmen, como una histérica, bajó la ventanilla y agitando la mano gritaba al tráfico mientras nos desplazábamos con soltura hasta nuestra posición.

Carmen estaba inspirada: “Champs Elyses”, “Boulevard Saint Germain”, “Place Maubert” y la deseada “Rue de Bièvre”. Una ruta certera hasta fin de trayecto, aunque más tarde descubriéramos que la “Porte Dophine” no era, ni de lejos, la más adecuada para acercarnos al que sería nuestro pequeño apartamento junto al Sena.

Dejamos el coche en un parking de la misma plaza, a unos doscientos metros del apartamento. Al salir del coche nos estiramos como gatos, descargamos las maletas y le pedí a madre las llaves.

Sacudí las alfombrillas, ordené la guantera, la bandeja, oculté el “radio-cassette”, cogí las cintas y dejé el volante en posición para que el clausor se activara. Debo admitir que, aún con vigilante, dejarlo dos días en ese sótano me contrariaba.

Con la bolsa en bandolera caminé hasta el ascensor. Madre, que me esperaba impaciente, sentenció: -¡Qué pesadito eres!.

- ¡Por aquí! -ordenó Carmen ya en la plaza-, y enfiló la calle cual meteoro. Sus zancadas se sucedían a ritmo de jamelgo y a los pocos metros nos dejó atrás.

- ¡Parada y fonda! -dijo por fin llena de júbilo.

La puerta de entrada al edificio casi se caía. Estaba pintada en verde botella y la formaban unos pocos listones de madera carcomida que descansaban detrás del quicio, directamente sobre la piedra.

Madre, de malhumor y agotada, bajó de la acera para tomar perspectiva y miró hacia arriba.

- ¿Estará limpito y mono al menos?.

- Limpito no sé, pero mono es monismo.

La entrada era un túnel, pero desembocaba en una escalera que, aunque algo hortera, le daba a la finca un aspecto más vivido. Subimos a trompicones.

La estancia, espartana y descuidada pero limpita, estaba compuesta por una cocina vista de exiguo equipamiento, aseo, un armario ropero de obra, plegatín, una mesa de cristal, cuatro sillas de tijera, un jarrón con flores secas, radio-cassette, un frutero, cuatro estantes vacíos y un minúsculo altillo con futón doble y farolillo japonés de papel y alambre. Sobre el cristal, separados y primorosamente doblados, dos juegos de sábanas.

Mientras tomaban posesión del apartamento saqué de la bolsa los restos del pic-nic y los esparcí sobre el mármol de la cocina: una “quiche-loraine” individual, media “baguette” con paté, un poquito de “camembert” y dos manzanas. Cogí una y me tumbé en el plegatín. Después nos sentamos a la mesa y cenamos lo poquito que había sobrado.

- ¡Qué contenta estoy! -dijo Carmen-. El viaje de fábula, el apartamento monismo y mañana a las ocho a Notre-Dame, que por suerte dan misa cantada por la escolanía.

Madre veía mi cara atónita.

- Pepe es un sol -continuó-. ¡Siempre tan simpático y generoso!, desde que jugábamos en los jardincitos delante del Avenida Palace. Y mira,
-dijo como pensando en voz alta-, lo que es tener suerte en la vida, trabajando para él y viajando a su costa.

- Bueno Carmen tampoco es para tanto, el coche lo pongo yo y Pura el apartamento...

Continuaron un buen rato más pero yo ya no escuchaba. Recorrer mil kilómetros para acabar en misa de ocho me parecía desolador. Me acordé de la debacle del examen de matemáticas, el caos en el de lengua y lo dramático del de historia. Doblado en la silla-tijera sentí que me iba a pique. Carmen hablaba, madre me miraba y yo la reuhía. Hasta que me levanté de un solo golpe, arrastrando la silla, interrumpiendo.

- Me voy a dormir.

- ¿No quieres fruta? -preguntó madre intentándome retener.

Sin contestar subí al altillo, hice la cama y en un suave murmullo, las oí hablar sobre mí.


 

Ese sábado a las siete de la mañana un sonido agudo y chillón despertó mi todavía entumecido cuerpo.

Madre permanecía con los ojos cerrados, robándole tiempo al tiempo y aprovechando en duermevela los últimos minutos de descanso. Bajé del altillo como un felino y en silencio observé a Carmen, con su batita ya puesta, zarandear inútilmente el plegatín en un desesperado intento por cerrarlo. Recién levantada era abominable. Su cara lavada dejaba a la luz nuevos e inconcebibles rasgos y al final de su corta melena pequeños rulos multicolor la convertían en una rara especie de bufón.

Nos duchamos por tiempos. Tras abrir la ventana, tender mi toalla, escurrir la esterilla para los pies y enjuagar las pocas gotas que habían saltado me ocupé de cerrar el plegatín y esperé pacientemente ojeando un “Marie Claire”, sentado en el altillo con las piernas colgando, en movimiento, como un péndulo. Luego entró Carmen, cuya torpeza sin límites produjo efectos devastadores y después madre, maqillándose y peinándose hasta salir transformada, elegante, armónica, con la seguridad que le daban sus rizos nuevamente en posición.

- Pitusa, hija, que vamos a Misa, no de ligue.

- ¿No te piensas quitar los rulos?. -le contestó distraídamente.

Carmen soltó el mapa, se tocó la cabeza y soltó una carcajada. -¡Soy un caso!-, iba diciendo, -¡soy un caso!-. Entró en el baño, se soltó el pelo, brillo en los labios y todavía riéndose continuó: - ¡Vamos, vamos que ya es muy tarde!.

Por la “Rue de Bièvre” en sentido contrario a la “Place Maubert” se llega a “Notre-Dame”. De día, la calle se revela plagada de “boulangeries”.

- ¿Entramos en ésta?. -propuso madre.

- Ya desayunaremos luego Pitusa, que no llegamos.

- ¡Bueno Carmen, pues no pasa nada!. Llegamos cinco minutos más tarde y ya está, que ya estoy un poquito harta de ir con prisas, y además tengo hambre.

Carmen cedió, pero nos hizo comprar “croissants” y tetrabricks de zumo con pajita.

Entramos con la primera lectura y, al santiguarse, pude ver a Carmen apretar los dientes. La catedral estaba medio vacía y por supuesto nos colocamos en los bancos más adelantados, muy cerca del coro. Después de la segunda lectura los niños arrancaron en cánticos. Desde esa posición la escolanía de Notre-Dame atronaba. Cantaban con tal vehemencia, que hasta el padre director les indicó con señas que se calmaran. La misa superaba todas mis previsiones. Era verdaderamente insoportable. Obligado por los acontecimientos, me levanté del banco, no sin la mirada reprobatoria de Carmen, y decidí pasear por el interior del templo. Iba y venía por una de las naves laterales observando las escenas del Vía Crucis, que me parecían fascinantes posiblemente por la influencia de las épicas ilustraciones del gran Gustavo Doré. Después de un número indeterminado de observaciones, ya no me quedaba más que encomendar mi suerte a la Virgen, y entonces, devotamente, le encendí una velita.

Una vez bendecida, Carmen estaba en paz. Se le notaba. Por primera vez desde que salimos contaba con nuestra opinión. Al salir de la catedral decidimos, por unanimidad, ir tranquilamente a tomar un café, para después acercarnos, si a todos nos parecía bien, hasta la torre “Eiffel”.

Aprovechando la buena disposición de todos me fumé un cigarrillo que pedí en una mesa. Lo de la torre me excitaba. De hecho, era lo única visita que de verdad me interesaba, particularmente las estadísticas: dimensiones, pesos, número de escalones, obreros empleados en su construcción, número de suicidios...

La torre se ve desde casi cualquier parte. Desde los aledaños de “Notre-Dame”, donde estábamos, también, y aunque no estaba cerca, Carmen decidió ir andando porque, -¡esta ahí!-, decía señalándola. Recorrimos el Sena por el “Boulevard Saint Germain”, “Quai D’Orsay” y “Quai Branly”. En el fragor de la carrera, aprovechando su debilidad, le pedí diez francos a madre y compré tabaco. Tenía la boca seca y los pies castigados por los tacones pero, incomprensiblemente, aun tenía humor para hacer o pedir alguna foto: ella apoyada en escalera, Carmen en parada de frutas o yo con sonrisa de cartón y cara de chino amorrado al caño de una fuente. Tardamos en llegar una hora y tres cuartos.

Una vez allí tomé la iniciativa. Localicé las taquillas, compré las entradas, averigüé cual de las colas era la correcta y en un visto y no visto nos disponíamos a subir en el ascensor.

En la cabina, sobre una pequeña mesita junto al ascensorista, se amontonaban los folletos de información. Me puse a leer con ansias desmedidas, tanto, que ni apreciaba la imparable ascensión al último piso.

- ¡Joder!. ¡Uy, perdón!. ¿Sabíais que tiene quince mil piezas de metal y para ensamblarlas se utilizaron dos millones y medio de tornillos?.

-¿Y qué tal esto?: “Según la época del año, experimenta una variación en su altura de quince centímetros”. ¡Claro! -puntualicé-, es por la dilatación del metal. ¡Increíble!...

- ¿Ah sí? -contestó madre. Y se quedó pensativa.

- Con lo de la altura, me has hecho recordar a Antoine, un novio francés que tuve. Era muy bajito pero tenía los ojos preciosos: ¡azuuules, azuuules!. ¡Cómo le tomé el pelo!. Hizo lo imposible. Me llevó a París, luego no paraba de venir a Barcelona y hasta hizo que le presentase a papá y mamá... Pobre Antoine.

-Pues yo también he estado en París con un novio -añadió Carmen-. Se llamaba Guido. Era italiano y diplomático. Un partidazo.

Dado el impacto que suscitaban mis datos, opté por no seguir comentándolos.

A doscientos treinta metros de altura todavía se veía la ciudad. Dos minutos más y llegaríamos al último piso.

Desde arriba contemplamos París desde todos los ángulos. Disparamos las fotos de rigor e intentamos comer en el restaurante del segundo piso. Imposible encontrar mesa. Por los alrededores tampoco, pero alejándonos un poco del perímetro de la torre encontramos una acogedora terrazita a la orilla del río.

La comida fue escasa y rápida ya que Carmen se moría por continuar su inconexa y cansada visita a la ciudad. Nos dirigimos en taxi al Palais Royal, de donde salía un autobús hacia el castillo de “Fontainebleau”. Lo perdimos, pero como para ella esa visita era irrenunciable, le pidió al taxista que continuara. Tras una hora y setenta kilómetros, llegamos cuando ya no se podía visitar el interior. Se bajó del taxi y se quedó de pie, tiesa, extasiada, prácticamente en trance. Esa tarde Carmen me sorprendió.

- Un día, tal vez alrededor del año mil cien -dijo-, el rey de Francia, gran aficionado a la caza, decidió establecer una casa solariega en estos lugares. Esta casa se convirtió en castillo y luego en palacio, y los soberanos, desde los últimos Capeto hasta Napoleón III nunca la olvidaron.

- ¡Observad esta maravilla! -y señaló grandilocuente al castillo.

- ¿Era aquí dónde se cagaban por los pasillos? -le pregunté.

- Eso era en Versalles -matizó madre sonriendo.

Carmen me clavó sus ojos llenos de ira, miró a madre conteniéndose, y al ver que nada decía se volvió y empezó a caminar.

La seguimos por el bosque hasta la fuente de “Bliant”, el corazón de la finca, y tras la notable caminata reposamos la excursión sobre un cuidadísimo parterre frente a la escalinata.

“Fontainebleau” no me era del todo ajeno. El sol empezaba a caer y ya nos marchábamos, pero al volverme a mirarlo rememoré al Napoleón colgado en nuestra casa bajando por esa misma escalera en herradura, justo después de su abdicación. Me coloqué en posición y le pedí a madre que inmortalizara el momento. Como el mítico general, derrotado pero digno, se oyó el clic de la cámara. Nos reímos.

Nada más llegar a casa subí tembloroso al altillo y me abracé al futón. Seguíamos sin comida y madre me comunicó que a la mañana siguiente tendría que acompañar a Carmen a la exposición, que para eso habíamos venido le dijo, pero que luego se escaparía y vendría a buscarme para ir a donde quisiera. Esa noche no cenamos, pero el cansancio nos venció y sin rechistar caímos rendidos.

- Te dejo las llaves y la boina por si necesitas algún dinero -me dijo madre al oído antes de salir.

Oí la puerta cerrarse. Tenía un hambre canina, pero había descansado. A esa hora el sol que se colaba entre los porticones daba al apartamento nuevos y agradables tonos. Durante un rato no me moví de la cama. Apreciaba la soledad del momento, pero el silencio me hizo pensar en los exámenes y el corazón me daba algún vuelco.

Cogí la boina, bajé directo a la “boulangerie”, y me atiborré de “croissants”, “brioches” y chocolate deshecho. Salí embutido pero con las ideas claras, dispuesto a comprobar si el material de limpieza era el adecuado para aniquilar la maldita mancha del asiento. Con los pies sobre el felpudo, me di cuenta que en el apartamento sonaba la radio. Estaba seguro de no haberla conectado.

- ¿Hola?.

- ¡Uy! -exclamó una dulce voz-, y asomando la cabeza desde el baño me habló con algo de acento. - Perdona si te he asustado. Soy Catie y trabajo para Pura. Me ha dicho que pase a limpiar el apartamento. Me dijo que no habría nadie. Espero no molestarte.

- ¡No, no! -dije bajando los ojos-. Es que mi madre ha tenido que irse con su jefa a la feria.

- ¿A la feria?.

- ¡Qué va, qué va! -le expliqué aturdido por el equívoco-. Es una feria de decoración que se llama “Maison et objet” y, bueno,....dicen que hemos venido por eso.

- Ah, “bon” -contestó.

Salió del baño con un delantal puesto, me sonrió, y empezó a limpiar por la cocina. Estaba interesadísimo en ella pero, incapaz de encarrilar el encuentro, decidí leer “La vuelta a la Galia por Astérix”, escogido especialmente para el viaje, sentadito en una silla-tijera.

Una vez más, fue ella quien tomó la iniciativa.

- ¿Cómo te llamas?.

- Alfonso.

- Alphonse... Es un nombre bonito.

- El tuyo tampoco está mal - contesté mirándola de reojo.

Catie me volvió a sonreír.

- ¿Te gusta París?.

- Mucho -le repondí con la boca pequeña.

- ¿Y cuánto tiempo vais a estar?

Al moverse sentí su olor. Le pasó un trapo a la mesa, levantó el jarrón y bordeó mis manos que, apoyadas sobre el cristal, flanqueaban el volumen de Astérix. La miré con ojos tristes y dije: -Nos vamos mañana.

Continuó su tarea por el altillo, y entre peldaño y peldaño pude ver sus muslos, prietos y torneados, acabar en un trasero respingón que se escapaba de entre las pequeñas y blancas bragas.

Encerrado en el cuarto de baño me la pelaba como un mandril.

- ¿Sabes si hay algún quita manchas?. -le pregunté en plena faena.

- Me parece que no, pero la punta de un trapo con un poco de detergente va igual de bien. ¿Para qué es?.

- Para la tapicería del coche -contesté apuradísimo-. Hay una mancha que quiero limpiar.

Al salir le guiñé el ojo, cogí un trapo, el detergente y, sin la menor efusión, me despedí para siempre.

En el parking organicé la marimorena y destrocé definitivamente el asiento. Cuando volví, cabizbajo y con las manos negras, madre había llegado.

- ¿De dónde vienes?.

- De limpiar la mancha.

- ¿Qué mancha?.

- La del asiento.

Entonces puso los ojos en blanco y se sonrió.

- ¿Y por el apartamento que tal?.

- ¡Bah!, leyendo. Y también ha venido la chica de Pura a limpiar.

- Pobrete. Ni leer en paz te han dejado. -E intentándome compensar añadió-. ¿Te apetece conocer el “Louvre”?.

Llegamos al museo en metro. Hasta ese momento no fui consciente de lo alterada que estaba. Galopando entre pasillos y galerías, los rizos se le movían con virulencia. Visitamos incontables salas, atravesamos arcos y bóvedas, pero incluso delante de la “Gioconda” o la “Venus de Milo”, madre no paraba de ilustrarme lo espeluznante que Carmen era en acción. Lo pesadísima que había estado, alborotando todos los “stands” de la feria y pidiendo imposibles a todos, como siempre, y que no entendía para qué le había hecho ir, porque para no consultarle nada a la hora de comprar género, para eso se quedaba en casa. En fin, un drama que, con sutiles variaciones, recitó en carrerilla unas cinco veces.

Con una fuerte migraña y los pies cocinados, llegamos a la salida.

- Tengo cierta hambrecilla -le hize notar.

- Pues espérate un poco que casi es hora de cenar.

- ¿Y que planes hay, si puede saberse?.

- Pues no sé. Tenemos que volver a casa para encontrárnos con Carmen y luego ya veremos.

Sin poder esperar, paramos en un quiosko de helados, me compré un frigopie y continué hablando.

- No, lo digo porque de camino al metro hay un chino interesante. Podríamos comprar la cena allí y quedarnos en casa. Como mañana tenemos que madrugar.

- ¡Vale! -contestó madre, que le encantaban los chinos.

Compramos tres panecillos, doce rollitos con ensalada, cuatro raciones de wan-tun con salsa agridulce, un pato de Pekín lacado, receta original, y seis latas de Coca-Cola.

- ¿No no nos hemos pasado un poco?.

- Bueno, bueno. Mejor que sobre, que luego ya sé yo lo que pasa.

En el metro me acabé el frigopie, devoré cuatro rollos y me abrasé con el pan. La gente, sin dar crédito, me miraba.

Cuando llegamos, Carmen ya estaba en casa. Yacía en su plegatín, exhausta, sudorosa y todavía resoplando, los pelos de bruja loca y los pies descalzos que le colgaban. Apoyada en la pared, enfundada en un plástico grueso, una enorme pieza de tela.

- ¿Y eso? -dijo madre señalandola.

- Pues nada -contestó entrecortada-, una cretona monísima para la tienda.

- Pero..., ¡¿cuánto has comprado?!.

- Doscientos metros. Tenía que ser la pieza entera y, como era un chollo, ya ves, me he vuelto loca.

- Pues me lo podías haber consultado, porque como no quepa en el coche ya me dirás tú lo que vamos a hacer.

- Bueno hija -contestó sin querer discutir-, mañana será otro día.

Esa noche no dormí bien. Los exámenes me obsesionaban y el pato me producía acidez. Me desperté antes que nadie, pero hasta que amanecieron permanecí inmóvil en el futón. Luego a la “boulangerie”, las maletas y por fin la pieza de tela, que, naturalmente, a mí me tocó cargar.

Al salir, todavía era muy de mañana. Enredado en la cretona, dormí sin inmutarme hasta la hora de comer, liquidamos los restos de la primera y última cena, y al cabo de pocas horas entramos en la ciudad. Camino a casa de Carmen pasamos frente al colegio. El corazón me dio un nuevo vuelco. Madre y yo, nerviosos por lo mismo, llegamos con prisa al portal. En el buzón encontramos un solo sobre. Madre me lo pasó sin abrir, como en los Oscar, y retrasando el momento lo miré a contraluz, en todas las posiciones. Por fin, lo abrí decidido. En el sobre había una nota, de contenido crudo y escueto, que en mayúsculas de imprenta decía:

ALFONSO DEBE REPETIR PRIMERO. 


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